Kabalcanty
El pasajero del sueño (Parte 8ª)
Desayuné aprisa pensando en terminar para tomarme la pastilla. Al tiempo mi mujer me recordaba que tenía que comprar mascarillas ya que al día siguiente tendríamos que ponérnoslas para acudir al Complejo de Comunicaciones con el Espacio Profundo (Deep Space Communications Complex o MDSCC), en Robledo de Chavela, donde se encontraba la base de lanzamiento, según las instrucciones que recibimos vía email varios meses antes. "Y ya sabes que ahí todo el protocolo es poco", me dijo ella haciendo hincapié en la importancia de las mascarillas. "Porque eso lo tenemos olvidado del todo", concluyó a tenor de la obligatoriedad oficial de llevarlas siempre y que, por cansancio, aburrimiento y desidia, todos habíamos dejado de utilizarlas con la complicidad de los cuerpos de seguridad desde los tiempos de la Covid 21 o 22, aunque por televisión, prensa e internet las autoridades gubernamentales no dejaran de avisar de su imposición.
Le mencioné a mi esposa que tenía la intención de ir a visitar a Karmelo Echazarreta para despedirme, como le dije unos días atrás.
— Ya, ya lo sé, pero eso no quita para que las compres, ¿no? Aunque con lo bolinga que es tu amigo lo mismo perdéis el norte a dúo.
Le aseguré que no, sin pensarlo mientras iba a vestirme.
— A comer no vienes, fijo –dijo ella, a la vez que guardaba en una maleta unas botas de trekking.
— ¿Vas a hacer excursionismo en Marte? –le pregunté, viendo el afán en guardar adecuadamente ese calzado.
— No, que va, es para que se me limen los juanetes. Además ¿a ti que te importa? Son mis botas y me las llevo.
Me contestó guasona.
Karmelo Echazarreta era un poeta no sometido que, como tal, vivía casi en la indigencia. Era vasco de nacimiento, de Zarautz para ser exacto, pero llevaba más de treinta años en la capital. Le conocí por las redes sociales, en esos blogs o grupos literarios que tanto abundan. No le importaba en absoluto su falta de notoriedad social y su pobreza, y fue precisamente su libérrimo talante desenfadado, sin olvidar su singular y notoria poética, lo que me hizo intimar con él. Se arriesgó a publicar tres libros de poemas y, al igual que yo, apenas vendió una docena de ejemplares entre amigos y conocidos. Solíamos vernos todos los meses intercambiando opiniones sobre libros, películas o actividades artísticas que capturábamos por internet o prensa, ya que in situ las actividades que convocaran público estaban prohibidas. Lo cierto es que terminábamos esos días a las tantas y bastante empapados en alcohol. Casi siempre iba a su barrio, ya que a él desplazarse hasta la otra punta de la ciudad (vivíamos de norte a sur) le suponía un gasto en transporte que apenas podía permitirse. Cuando le dije que nos habían enrolado para trasladarnos a Marte, noté su pesar por perder a un colega que tenía su mismo vicio y afición cervecera, y también su inquietud por "no fiarse un pelo de las maniobras de estos gobiernos adulterados que por salvar su culo y el de los que les mantienen en el poder son capaces de mandar al guano a su madre y a su padre juntos". Un buen tipo y un genial poeta.
En el metro viajé con poca gente a mí alrededor como era habitual. La mayoría cogía sus coches para desplazarse, el miedo al contagio era ya algo tan corriente que formaba parte de la ciudadanía al poco de nacer. Todo lo social se había reducido a lo que se llamaba "contacto seguro" con lo que los lugares de grandes concentraciones en su gran mayoría terminaron echando el cierre. Lo cotidiano era correr hacia guaridas que se suponían fiables sin olvidarse de los termómetros de infrarrojos sin contacto, auténtica necesidad común y lucrativa pieza que nunca faltaba en el bolsillo de cualquiera.
Podía coger un autobús hasta la casa de Karmelo, pero preferí ahorrarme el dinero y subir andando desde la salida del metro. El paisaje a mi alrededor no me llamaba la atención: tiendas asaltadas que poco o nada guardaban en su interior, bastante policía yendo y viendo en sus autos o a pie, pequeñas manifestaciones de ciudadanos indignados con la situación y el gobierno y alguna que otra persona tirada en la acera o en un banco público a la que nadie nos acercábamos por miedo al contagio, estuviese o no con el virus. Lo habitual.
Antes de llegar al portal de la casa de Karmelo, me pareció oportuno comprar unas latas de cerveza frías en un colmado que regentaban unos rumanos. Había tanta mugre en el local que tuve que remover las latas para encontrar unas que tuviesen una presencia algo decente. Me cobraron mascullando como para sus adentros y salí a la calle oliendo a caldo retestinado.
Subí unas escaleras desgastadas amparadas por unas paredes llenas de grafitis y desconchones. Cuando llamé a la puerta me abrió una mujer rubiasca de tinte, escotada hasta casi el ombligo.
Al nombrarle a Karmelo, escuché la voz grave de mi amigo.
— Déjale pasar, Marta, que es de confianza.
Estaba sentado, frente a un montón de papelotes arrugados o hechos una bola, y con su inseparable sombrero americano puesto.
— Aupa lagun maitea! – me saludó, estrujándome entre sus brazos.
La casa, destartalada en todo lo que me alcanzaba la vista, estaba llena de libros en desvencijadas estanterías desafiando a la gravedad o por el suelo en montoneras derramadas o hileras pegadas a las paredes del angosto pasillo que conducía a la entrada de la casa.
Se me acercó cómplice para cuchichearme: "Nos largamos ya mismo que con la Marta delante no puedo darle a la birra como se merece. Ongi al dago horrela? Las latas nos las llevamos que el Izan hace la vista gorda a un herrikidea como yo"
Tiró de una cazadora vaquera colgada en un clavo y salimos de la casa.
— Para cualquier urgencia andamos en el garito de Izan. Belarria, Marta?
Ella dijo que sí, que bajaría a la peluquería un rato a que "la decoren los pelos".
Tenía un acento extraño que no adiviné procedencia.
— Me cuenta que es ucraniana, pero yo la pinto que es de Getaria, ya sabes por su planta y su dulce olor a pesca.
Me dijo, guiñándome un ojo mientras bajábamos las escaleras.