Kabalcanty
Gueto 63 Schreiner (Parte 5ª y última)
El camino hasta las montañas fue duro. No valió de mucho que esperaran hasta que perdiera fuerza el sol, más o menos las siete de la tarde, pues el calor fue asfixiante andando por aquel páramo sin vida. Ninguno de los casi cien internados era un prodigio físico, hombres crecidos entre libros, bocetos, lienzos en cuartos protegidos de las inclemencias del tiempo; hombres que, aunque dotados de la inspiración artística, poseían un cuerpo desacostumbrado al rigor del trabajo físico y el desgaste de la intemperie. Así ocurrió que, mediada la caminata, en plena noche, algunos se quedaron en la cuneta esperando el regreso de la expedición a pesar de que nadie mencionó el retorno como posibilidad. Varios insistieron en que siguieran el camino, incluso ofreciéndoles sus hombros para portearles, pero la mayoría optó por separarse del grupo y esperar por decir algo.
Villalobos, Rufus y Peter comandaban el conjunto sofocados como los que más y dando tragos a un agua que se iba haciendo escasa. Avanzada la mañana divisaron el sendero ascendente de Peña Devota, el camino más corto para atravesar la sierra que parapetaba la ciudad y llegar a la cumbre. Antes de asumir la penosa verticalidad del camino, decidieron descansar algo.
— Nos queda este último repecho, colegas artistas; haremos un descanso breve para el arreón final. -dijo Villalobos jadeante.
Se diseminaron a los pies de las montañas sintiendo el alivio del viento fresco de la serranía. El sol comenzaba a calentar pero sin la bravura del erial. Al igual que ocurría en el desierto que dejaban atrás, no había pista alguna de animales, ni pájaros, ni reptiles, ni alimañas, ni roedores, ni siquiera molestos insectos que pulularan asediándoles, hasta la vegetación en los albores de la serranía era amarillenta, ávida de agua, de vida, resistiendo sólo árboles curvos y plantas marchitas.
Al poco de iniciar el ascenso se toparon con Pierre Pueyrredón, un poeta que recibió el galardón del Nobel un par de lustros atrás. Encabezaba un grupo de quince o veinte personas, cansadas, enrojecidas del esfuerzo y notoriamente apesadumbradas, que vestían el mono gris con el sudor bañando la tela. Eran parte de los internados del Gueto 81 Holmberg.
— ¡Un placer estrecharte entre mis brazos, querido poeta Pueyrredón! -clamó Villalobos desestimando la fatiga que le embargaba.
El viejo bardo apenas reparó en él, se detuvo unos segundos para inclinar levemente la cabeza a modo de saludo y siguió su descenso tambaleante seguido por su grupo. Sólo se escuchó el resoplar de algunos o el llanto íntimo que mojaba las mejillas de otros. Regresaban tan desolados que el grupo de Villalobos se quedó paralizado hasta perderlos de vista al fondo del inicio del camino de Peña Devota.
— ¡¿A qué visión terrible nos encaminas, Demetrio?!
Alik, que llevaba atado a la espalda al menudo Tomás, dio un par de pasos adelantándose al grupo. Todos escudriñaban a Villalobos tan extenuados como expectantes.
El líder calló. Se enderezó marcial y siguió la escalada.
Fue Peter, el más joven del trío que encabezaba el grupo, quién primero vio el panorama que ofrecía la ciudad desde la cumbre. Se quedó desconcertado unos instantes y luego se giró para encarar a Rufus H. y Villalobos.
— Por todos los diablos ¿qué mierdas es esto? -musitó agitado, pidiendo una explicación que ninguno de los otros dos tenía.
En una esfera perfecta, transparente y grácil, la ciudad levitaba sobre un enorme cráter. Perimetralmente, una nutrida sucesión de cañones de aire sujetaban la bola urbana en su discurrir elevado. Desde dentro del globo traslúcido, cientos de personas fotografiaban con sus smartphones a todos los que se iban incorporando al grupo de internados en lo alto de Peña Devota. Reían, boceaban o les hacían gestos, algunos obscenos, como si se tratase de una atracción circense. La esfera seguía impasible su equilibrado y sutil balanceo sin trasmitir sonido alguno, tan sólo el fragor de las bocanadas de aire de los cañones bajo su peso.
— Os muestro el futuro, colegas artistas. -dijo Villalobos en un hilo de voz.
Las respiraciones fatigosas de los internados pugnaban con el estrépito de los cañones alineados sobre el cráter.
— Y estamos fuera de ese futuro.
Concluyó. Después inició el descenso hacia la boca del cráter.
— ¡Joder, vuelve, Demetrio, vas hacia la destrucción segura! -le increpó Peter sin atreverse a seguir su paso.
— Déjale marchar, la decisión la tenía tomada cuando entró por la puerta del Schreiner -dijo Rufus H., tomándole por el hombro.
Aquel no era ningún cráter de volcán, ni de impacto, ni de explosión alguna, aquello era una puerta, un conducto, un destino. Eso pensó Demetrio Villalobos llegando al límite de la enorme cavidad al tiempo que se multiplicaban sobre él infinidad de flashes de los smartphones. Buscaba ese residuo antes de entrar en el Gueto Schreiner sabedor de que sólo ese final absurdo explicaría su existencia y la de otros de su condición. Con una inquebrantable decisión se coló entre dos cañones de aire y se dejó caer al vacío. En su eterna caída, acaso pasados los diez o veinte kilómetros, comenzó a ver cuerpos de mujeres, las de menos peso que el suyo, que descendían aceleradas como él. Apenas se rozaban ni tenían tiempo para mirarse, los cuerpos descendían vertiginosos entre y hacia una negrura inconmensurable, perpetua.
Fueron dejando la cima el resto del grupo superviviente del gueto Schreiner, menos Rufus H. y un filósofo llamado Zimmermann. Estos, adrede, se fueron quedando atrás y, sin hablarse palabra alguna, siguieron todos los pasos dados por Villalobos. El resto descendió la montaña y siguió caminando hacia el desierto, tal vez de vuelta al Gueto 63, puede que a ninguna parte o puede que a la misma que conducía el agujero.