Valentín Tomé
Res publica: La transición como cambio de Estado
En Física o Química se entiende por cambio de estado a una modificación que sufre la materia en la manera en la que se agregan sus partes (las moléculas) sin que sin embargo se vea afectada su composición química. Los tres estados más estudiados y comunes en la Tierra son el sólido, el líquido y el gaseoso; no obstante, el estado de agregación más común en el Universo es el plasma, material del que están compuestas, por ejemplo, las estrellas.
En el estado sólido, las partículas vibran a una determinada velocidad, si le aportamos una cantidad de energía en forma de calor las vibraciones aumentan subiendo la temperatura hasta llegar a un punto donde las fuerzas entre las partículas se debilitan, permitiendo el paso al estado líquido (fusión). Si seguimos aportando energía, aumentará la agitación de las partículas del líquido, con el consiguiente incremento de la temperatura, hasta llegar a un punto donde la agitación es tan grande que las fuerzas internas se flexibilizan y las partículas se mueven con mayor libertad, dando lugar al estado gaseoso (vaporización). Resumiendo, podríamos afirmar que en esta transición de estados que va de lo sólido a lo gaseoso, las partículas que forman esa sustancia van aumentando sus grados de libertad. Todos estos procesos son reversibles, de tal manera que bajo determinadas condiciones es posible incluso pasar directamente del estado gaseoso al sólido, un cambio conocido como sublimación inversa.
En nuestra historia política contemporánea se suele conocer entre los historiadores como Transición al periodo que va desde la muerte de dictador Franco hasta la aprobación del nuevo texto constitucional en 1978. Es decir, partiríamos de una dictadura franquista, caracterizada por el totalitarismo, la represión, el dominio de la Falange, de la Iglesia y del Ejército, para llegar a la democracia, o sea, a un régimen político basado en la soberanía del pueblo. Estudiar la transición española es preguntarse por lo tanto cómo España pasó de un país dictatorial, conservador y aislado al país democrático, moderno y europeo que dice ser hoy en día.
En el imaginario colectivo, este proceso ha alcanzado las dimensiones del mito: la Transición sería así un periodo admirable de la historia de España que hasta puede considerarse ejemplar y modélica para otros países. Sin embargo, lo primero que debería llamarnos la atención sobre este periodo es su propio nombre: Transición. Transición no es Revolución, transición es un cambio que se hace sin ruptura, apoyándose para ello en las estructuras anteriores. No podía ser de otra manera. Al fin y al cabo, el dictador murió en la cama, eliminando así toda posibilidad de crear una simbología revolucionaria de un pueblo en masa tomando las calles clamando por el final de la dictadura y la vuelta a un sistema democrático. Por lo tanto, todo debía construirse con los mimbres de lo que ya había.
Desde un punto de vista físico-químico estaríamos hablando entonces de la Transición como un cambio de estado de la materia: mientras las partículas podrían adquirir ciertos grados de libertad, la composición química se veía esencialmente inalterada. Así, podríamos definir la Transición como un cambio de fase de lo solidez de la Dictadura (su rigidez acotada opresora) a lo gaseoso de la democracia (su libertad vaporosa e indefinida), en una suerte de proceso de sublimación, pero anclado en unas estructuras que limitaban claramente sus propiedades y sus posibilidades futuras (su composición química).
Algunos datos, además del ya referido de la inexistencia de un hecho rupturista cargado de simbología que nos permita hablar de Revolución, avalan de manera incuestionable esta visión:
Entre 1975 y 1983, se produjeron 591 muertes por violencia política (terrorismo ideológico, guerra sucia y represión). De ellos, nada menos que 188 de los asesinados, los menos investigados, entran dentro de lo que se denomina violencia política de origen institucional, es decir terrorismo de Estado. Sólo en 1977, la policía cargó contra 788 manifestaciones en España, el 76% del total. La violencia no cesó tampoco una vez aprobada la Constitución. En 1980, 30 personas fueron asesinadas por "violencia política de origen institucional".
La connivencia de la Justicia con los asesinos de grupos terroristas de ultraderecha era la tónica habitual. Un escaso porcentaje de los mismos fueron condenados en firme; la mayoría de los escasos juicios celebrados por estos actos dejaron en evidencia que estos grupos (Triple A, Guerrilleros de Cristo Rey, Batallón Vasco Español…) actuaban en complicidad con las altas instituciones del Estado.
Los consejos de administración de las grandes empresas del IBEX fueron el cobijo en democracia de la mitad de los últimos ministros franquistas. La otra mitad recalaron en política. En el mundo de la Justicia, 10 de los 16 jueces del Tribunal de Orden Público franquista ascendieron al Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional.
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Al entender la Transición de esta manera, en seguida advertimos el andamiaje endeble sobre el que está asentado nuestro actual sistema democrático. Si este no es más que un estado de la materia, como tal, puede ser revertido si son alteradas las condiciones ambientales. Tal suceso tuvo lugar por ejemplo durante el fallido Golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981. En una suerte de sublimación inversa lo que parecía ya consolidado, la democracia, sufrió durante unos instantes un cambio de estado hacia expresiones moleculares anteriores, una Dictadura de corte militar.
Para el observador atento la composición química primigenia de nuestro Estado se manifiesta en multitud de episodios de nuestro pasado más reciente: la creación de los GAL, la figura antidemocrática e inviolable del monarca, el férreo matrimonio entre Iglesia y Estado, la enorme influencia del Opus Dei en las altas instancias judiciales, el fuerte componente endogámico en instituciones fundamentales para el control democrático como el Tribunal de Cuentas, las puertas giratorias entre política y grandes empresas, la negativa de algunos partidos a condenar los crímenes del franquismo así como las trabas judiciales para investigarlos, el auge político de la extrema derecha… Así nuestra actual democracia es tan solo un estado más de nuestro Estado, pero a falta de una oportunidad en el horizonte para modificar de raíz su composición química, los demócratas debemos velar al menos por mantenerlo en su estado más gaseoso posible que maximice los grados de libertad, escasos eso sí, que posibilita la naturaleza de nuestro Estado. Ya el gran filósofo marxista Antonio Gramsci nos lo advirtió hace algún tiempo: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».