Carlos Regojo Solla
La siembra
El juego:
En la calle, claro, como todos los juegos de infancia, hoy olvidados, absorbidos por los inevitables cambios de estos tiempos nuevos que recluyen a los niños bajo techos de hormigón y actividades sucedáneas de la libertad.
Se marcaba, en un terreno adecuado ni muy duro ni muy blando, un rectángulo el cual se dividía en tantas partes iguales como jugadores hubiese (normalmente no más de cuatro), repartiéndose las parcelas y el orden de juego previo común acuerdo.
Por turnos, con un pincho metálico (un destornillador afilado, un clavo grande o algo similar, sujeto a una cierta normalidad en cuanto a tamaño), el jugador de turno hincaba su punzón en la parcela ajena que había considerado más blanda y, desde esa posición, se anexionaba en linea recta el mayor pedazo posible de terreno, borrando su propia frontera, engrandeciendo su espacio hasta agotar el ajeno . Ganaba, claro, quien más tierra “comiese” y perdía aquel jugador a quien ya no le cupiese un pie dentro de su propiedad.
El pueblo:
Desde lo alto, a más de trescientos metros del final de una bajada salpicada, aquí y allá, de almendros, tuneras cargadas de higos amarillos y suculentos y pencas manchadas del blanco engañoso de la cochinilla que aporta a la higuera ese aspecto enfermizo, pero en realidad oculta el preciado carmín tan apetecible por la industria cosmética; entre rocas ásperas y mantos de lava acumulados en caos caprichoso de las que milagrosamente, y sin saber exactamente cómo, yerguen su mástil recto y largo las pitas. Desde lo alto, digo, se vislumbra la raya verde y sinuosa del fondo del barranco por donde corre el agua con libertad de locura cuando la tempestad lava la cara de las islas.
Conforme vas bajando, por estrechísimos e imperceptibles caminitos de cabra y de baifo, la tenue silueta verde se va haciendo más grande para descubrirse como una franja más o menos ancha de pequeños huertecillos cultivados con esmero de cereales, frutales diversos, tomateras, lechugas, retales de patateras de dos y hasta tres cosechas anuales, con las papas reventando hermosas por encima de la tierra, … Son pequeñas acumulaciones de tierra de aluvión de cuya propiedad legal tal vez nada se haya escrito; minifundios personales respetados, de gran fertilidad en el fondo al amparo de la humedad residual de cuando corren los barrancos.
En el punto de partida, el pueblo, bonito, muy bonito, blanco con sus cuevas impolutas, mirando hacia el barranco, colgado en el abismo sin más espacio para nada con el terreno aprovechado al máximo.
Severiano, el alcalde, me interpela con ironía canaria tratando de imitar mi acento gallego:
-A ver, gallego, tú que llegas nuevo tal vez veas lo que no vemos y me sugieras un lugar dónde poder hacer un garaje.
El único policía municipal va a casarse y está construyendo su casa. Algo de asombro; ha empezado hace unos días y persevera a golpe de cincel y martillo abriendo un pequeño hueco en una pared de roca ígnea que parece acero en lo que luego será su casa cueva.
Pelayo, recoge las basuras con su borrico alardeando de ser funcionario por oposición, y yo registro el alta de Fiona y Bárbara, dos niñas alemanas que acaban de afincarse con su madre en una cueva adquirida como residencia definitiva. Completan el escenario el Bentayga descrestando en la pared de enfrente, el colegio, un recreo y una historia de mis juegos infantiles que yo cuento a unos niños en la cumbre de una isla.
La respuesta:
En mi vida habia visto semejantes artilugios, largos y afilados alguno de mas de medio metro. Estiletes de un peligro potencial que me hacen estremecer para ser hincados en un lugar practicamente imposible.
- Pero… ¿ estáis locos?. Vosotros no traéis pinchos normales. Venís con armas – les dije.
Se habían tomado mi viejo juego infantil con un ansia de posesión y conquista tal que no veían el momento de comenzar. Me los imaginé luchando contra los conquistadores.
- Profe, ¿sabes como le llamamos a este juego? - me dice Pedro.
- ¿Como? - le pregunto.
.El REGOJUEGO- responde.
Me deja sin sangre.
Supongo que el alcalde tendrá su garaje, que el alguacil haya terminado su cueva, que hayan rebrotado las pitas y las tuneras del pasado infierno, y la alegría de aquellos niños, hoy hombres y mujeres con nietos sigan con su ansia de lucha y de respuesta.