Kabalcanty
Brayan el inesperado (Parte 3ª)
Aunque el manual no especificaba de forma explícita el límite de las posibilidades "humanas" de Brayan, comencé a darle vueltas a mi cabecita. Un hombretón fuerte, joven, inteligente, que se comportaba de una manera tan obsequiosa, cabía la posibilidad de que albergara sentimientos auténticos tan similares a los nuestros como era de prever según la normalidad con que actuaba. Mirando sin ver la televisión me propuse investigar sus reacciones a los estímulos.
No dejé pasar mucho tiempo y esa misma noche, mientras recogía los platos de la cena y Alberto se demoraba con su lavado dental y manual, le pedí a Brayan que me ayudara con el fregado. Él lavaba y yo secaba, bastante juntos, él con los ojos puestos en la espuma, yo arrimándome cada vez más con la pechera más que descubierta. Tuve que rozarle con una pierna para que volviera la cabeza y casi se empotrara con mis tetas. Las escudriñó unos instantes. Parecía embobado, detenido en algo que no conseguía descifrar, mientras el agua caía por el desagüe casi sin espuma. Le tomé una mano para ponerla encima de una de ellas. Su tacto era suave, una caricia de seda que me alborotaba en lo más íntimo de mi ser. Brayan comenzó a tocarlas despacio, fijándose en el pezón duro que tocaba de forma circular, pausadamente, sin atreverse a mirarme a la cara. Le cogí del mentón para besarle leve en los labios como un mensaje que tendría que procesar en su mente cibernética.
— ¿Qué tal? -le dije en un susurro.
— Es…..bueno…..Me siento…..bien…..dema…..siado bien.
Dijo con la voz entrecortada, brotándole un viso de sudor en la cara.
Cuando llevé mi mano a su paquete tuve la mejor de las sorpresas: estaba prieto, abombado en una erección que se marcaba bajo la bragueta de su peto vaquero. Brayan, sin perder su risita de payaso, estiraba los labios en lo que parecía un estado satisfactorio. Su cuerpo se tensaba (notaba sus músculos poderosos rígidos como el acero) sin detener su deleitoso masaje y alternando su vista entre mis pechos y mis labios entreabiertos.
Nos detuvimos porque Alberto volvía carraspeando por el pasillo.
Desde aquella noche todo fue como la seda. Eso sí, tuve que enseñarle, aprovechando el rotundo sueño nocturno de mi marido, a introducir su pene en mi vagina. Puede que tuviera una verga demasiado firme, contundente como el mango de una sartén, en exceso pulida, insípida cual trozo de plástico, pero su eficacia era ejemplar. Al principio se mostró torpe como un adolescente inexperto, pero luego fue casi vicioso para mi regocijo. En cuanto me veía se le hinchaba el sexo pugnando con la tela vaquera; tuve que ponerle una goma cosida bajo el pantalón para que el empinamiento se contuviera hacia abajo y no fuera tan manifiesto. Gozaba en el cuarto de herramientas o en plena naturaleza tirada bajo un árbol mientras él seguía con sus incansables arremetidas. Nunca se corría (no disponía de semen) por lo que mis orgasmos eran tan múltiples que en varias ocasiones creí estar en la misma gloria. Soñaba con que un día nos dejara solos del todo Alberto y pudiera gritar a los cuatro vientos mis orgasmos ya que me comedía algo por la posibilidad de despertar al tronco de mi marido.
Brayan no era del todo lo que se dice un amante demostrativo, algo tenía que ser imperfecto, nunca borraba su sonrisa helada y, como nunca eyaculaba, su trajín llegaba a ser un tanto mecánico. ¡Pero, coño, estamos hablando de un robot, qué podemos pedir! Tampoco sus besos eran, digamos, apasionados; yo movía mi lengua insaciable buscando la suya y sólo encontraba un meneo torpe de arriba bajo que se enquistaba en su paladar. Me abrazaba vigoroso, excitado según sus algoritmos, moviendo sus caderas de manera admirable pero al fin y al cabo era una puñetera máquina. Sin embargo, no me quejaba para nada, mi vida, mis noches eran ahora pura delicia. ¡Quién me lo iba a decir a mis años que un jodido androide iba a ser un amante casi perfecto!
Por precaución, por seguir una pauta que no rompiera la paz insufrible de mi matrimonio, dejé de acompañarlos en las labores del arreglo de la casa. Brayan se excitaba demasiado con mi sola presencia y no estaba dispuesta a que el apaño de la sujeción de la goma se fuera al garete. Entretenía el día en lo que se esperaba de mí: cocinar, fregar, leer revistas blandas, ver la tele y, sobre todo, dormir cuanto podía. Mis noches eran tórridas, ya todas sin dejar ni una, y apenas dormía unas pocas horas antes de levantarnos. Tras copular (hubo noches en las que tres veces) tenía que poner freno al inagotable Brayan, él nunca encontraba fin.
— Por hoy basta, Brayan -le decía enérgica, sujetándole el rostro con las manos y mirándole con intensidad- Mañana tendremos más.
Su apariencia se establecía invariable: su sonrisita, sus ojos huecos, sus brazos caídos a lo largo de su cuerpo, y su pene tieso como una vara.
Luego le enchufaba al cargador y trataba de ganar algo de sueño al lado de los ronquidos de mi marido.
Muchas veces soñaba con que seguía montada por él, en esa obsesión gratificante con que se había convertido mi vida y también mis sueños, esa una balsa de felicidad que creí perdida. Al tiempo que Alberto resoplaba a mi lado, ajeno al vuelco que dio mi vida, me acoplaba a aspiraciones oníricas que me emparejaban con un Brayan resuelto que me colmaba de orgasmos, viajes y entusiasmos conjuntos en sitios donde nadie nos conocía y con toda la vida por delante. Cierto que yo ya no era una niña, y que él puede que fuera inhumanamente inmortal, pero esa insistente felicidad que nos viene en cascada no sabe de acotaciones en pleno embeleso.
Todo iba a tomar una dirección contraria a mis ilusiones cuando el arreglo de la casa estaba tocando a su fin. Estábamos en los últimos días de la primavera y el calor se hacía notar aún estando rodeados por la sombra de viejos árboles y el frescor de la hierba silvestre. Nos sentábamos en el belvedere concluida la comida. Alberto y yo hacíamos una sobremesa tranquila tomándonos unos cafés con hielo mientras Brayan fregoteaba en la cocina.
— Ha quedado preciosa la casa ¿verdad? -dijo Alberto recorriendo con la mirada la fachada remozada. Yo asentí receptiva- Una formidable reforma en la que Brayan ha sido algo más que una ayuda. Hicimos una magnífica inversión con su compra. Y es precisamente de él, de Brayan, de quien quiero comentarte algo que llevo tiempo dándole vueltas a la cabeza. Pienso que sería en momento oportuno para ponerlo a la venta en Wallapop. Ahora todavía podíamos sacarle un buen rédito antes de que se anticuara y……..
Dejé de escucharle. Sus últimas palabras me barrenaban desde lo alto de mi cabeza hasta los pies dejándome de piedra. No oía ni mi aliento.
— ……¿No crees?