Kabalcanty
El escurridizo señor Fernsby (*)
Lo que suponemos del señor Fernsby es que es un hombre maduro de sienes plateadas, delgado, de aspecto saludable resaltado por su bronceado invariable a lo largo del año, que viste ropajes clásicos de traje y corbata y unas sempiternas gafas de sol negras que se ciñe cuando los fines de semana acude al Club de Campo a practicar golf, sin duda su deporte favorito. Se conjetura de noble cuna inglesa, criado en el barrio de Mayfair, Westminster, y que se trasladó a Madrid por causas aún por determinar. Usa un perfume costoso tan masculino como turbador a tenor por la gran cantidad de damas que vuelven la cabeza tras su estela. Habla pausadamente, con un timbre sugestivo que presupone una amplia cultura y una sensatez desbordante; hay quien dice que, como estudió una carrera de letras (sin especificar cuál) en una universidad anglosajona, posee ese deje encantador que dice tanto en tan pocas palabras sin alardear de sapiencia pero dejándola bien explícita. Imaginamos, porque de este señor Fernsby se puede fantasear hasta lo que no está escrito, que está bien casado con una dama, hija de un terrateniente que vendió muy bien sus posesiones en la sierra norte de la capital de España para montar un emporio de importación-exportación de joyas de alto nivel; también se asegura, aunque esto puede estar fomentado por la envidia a la reservada popularidad de este señor, que tiene una querida brasileña de entre veinticinco y treinta años a la que le ha puesto un piso en la calle del Profesor Waksman en el meollo del barrio de Chamartín; se asevera que se ven tres días a la semana de los cuales dos duerme este señor en el piso citado. Pero esto es algo harto improbable pues ¿cuántos cientos o miles de señores de este físico, edad, posición social y circunstancia transitan por esa zona de la capital a esas horas, en esos días y por esos apartamentos? Demasiados, sin duda, y todos, escrupulosamente todos, dotando de una propina generosa a la circunspección de los empleados de fincas urbanas.
Si una gran mayoría de la onda cultureta de esta ciudad anhela la amistad con el señor Fernsby es porque está siempre en el lugar o acto adecuado rodeado de las personalidades o personajes idóneos. Tiene esa virtud de llevarse bien con todos sin intimar con nadie; camaleónico hombre que aún diciendo digo por Diego o negro por blanco cautiva por ese cadencioso timbre que infunde veracidad y erudición. Su pasión, dicen, es la literatura donde se mueve como pez en el agua ya sea con editores, autores consagrados, promesas deslumbrantes, guionistas de impronta hollywoodense o estrellas rutilantes. Todo aquel escritor que desea una oportunidad para mostrar su obra necesita de un señor Fernsby, de su visto bueno para saltar a la palestra, porque sólo él (tal vez algún otro como él de tan difícil cuño) puede hacer que tu suerte cambie.
Lo complicado, lo que resulta una tarea llena de vericuetos e incluso puede que estéril, es tener una cita con él. Fernsby es algo así como un eremita que cuida mucho su entorno; ya dije que a nadie da auténtica confianza y es desconfiado por naturaleza, según se comenta en eventos, simposios o ferias literarias. Profesa la creencia bajo la cual todos desean ser célebres novelistas o poetas sin aportar ni un gramo del arte necesario. "Sólo me queda la misericordia para aquellos aspirantes a artistas que ni siquiera dictan de memoria cualquier verso de El rey Lear o Macbeth o, incluso, una musical estrofa de Thomas Campion", así explicaba entre sus más allegados lo que le incomodaba tener enfrente a un autor fallido que, además, "me hace perder un tiempo fundamental convirtiéndolo en improductivo".
No se lo conoce a Fernsby la iracundia ni tampoco el enojo vehemente: él con las piernas cruzadas, la mirada clavada, desde el ventanal de su despacho, en el lejano pico de La Peñota, se estira el labio superior mientras parpadea muy calmoso y abstraído dejando hablar al aspirante a artista de turno (según se asegura que cuenta Margarita de los Infantes Torrequebrada, su secretaria, que, aunque modelo de discreción y corrección, en los finales de eventos o acontecimientos literarios se le suelta algo la lengua debido a su fervor por el vino Blanc de Laurona, especialmente). "Tan sólo después de su copita de jerez y de su ración de gambas blancas de Huelva vuelve a su estado flemático habitual", dicen que comenta la de los Infantes tras sentirse contrariado su jefe después de una de esas visitas.
De todas maneras esas recepciones deben de ocurrir de ciento a viento pues, en realidad, nadie sabe dónde tiene su morada el señor Fernsby. Decir que se le supone habitante en una localidad de la sierra norte de la capital es decir poco pues su extensión, como se comprenderá, es considerable; que desde la ventana de su despacho divisa en lontananza el pico de La Peñota es demasiado general para ubicar a tan ilustre señor. Para más señas, si seguimos los pasos de José Pérez López (*), un postulante a escritor que se lanzó a la aventura de hallar la residencia de Fernsby para el codiciado un bis a bis, nos encontraremos con que aquel terminó desesperado, harto de patearse las urbanizaciones de más relumbre de la sierra de la capital, emborrachándose de mala manera en un maltrecho pub irlandés en la zona de El Plantío y charlando hasta las tantas con un palentino llamado Eladio (*) que era el dueño del local.
En resumidas cuentas que ese tal señor Fernsby es demasiado escurridizo para el común de los mortales. Nadie le quita su cultura, su linaje británico, su planta gallarda, sus sienes plateadas, su forma de hablar tan melodiosa ni su don de gentes y su aguda percepción para estar en el candelero del arte literario, sin embargo debe encontrarse en otro estadio de la realidad; váyase usted a saber si no es que su conciencia de clase, que la tiene y bien lustrosa, le impide tratarse con cualquiera.
(*): Personajes del relato que da título a mi nuevo libro "Déjame que le diga al señor Fernsby" publicado recientemente en Amazon formato ebook y físico.