Carlos Regojo Solla
¡Rompan filas!
Hora 18, 50
Próximo el disfrute de mi hora de la tarde, -la designada por ley para salir de casa-, en la que sé no tengo que dar disculpa alguna de mi deambular, ni andar huido como un "proscrito", siento mis posaderas en un banco público del parque al que acudo habitualmente desde el mismísimo génesis del aperturismo dentro del "apartheid" de la cuarentena, con la intranquilidad de estar siendo observado y juzgado por las miradas de desaprobación, tal vez "gerontofóbicas" de padres, y niños "adoctrinados" en la exactitud del cumplimiento inflexible de sus derechos dañados por mi impaciencia. Es una sensación intuitiva, tal vez un tanto paranoica, que palpo en el ambiente.
El caso es que decido anticiparme y robar unos minutos – sé que no está bien- al tiempo designado para el disfrute porque el parque está algo alejado de casa y, siguiendo estrictamente el horario legal, la hora de recreo entre ida y venida mermaría considerablemente.
Trato de pasar desapercibido y me alejo hacia un banco solitario situado en una esquina, donde me siento y jugueteo con el teléfono tratando de despistar. Al poco dos niños de unos diez años montados en sendas bicicletas pasan cerca de mí. Uno casi me roza en un derrape de esos tan particulares de los maravillosos reflejos de los niños de ahora. El otro amaina la velocidad y le dice a su compañero:
-Yo de ti no me pegaría al viejo.
Hora 19, 00
Por las cuatro calles por las que se llega al parque comienzan a afluir personas de edad que van llenando los bancos. Todos estamos por el estilo, renqueantes, apoyados en la tercera pierna como la "minipimer" aquella de los setenta, una batidora a la que apodaba su publicidad como el tercer brazo. Los niños se van retirando; se trata sin duda de un relevo generacional. Me gusta calcular el tiempo global de los grupos. Marchan setecientos años y llegan dos mil. Pienso en el futuro de ambas generaciones y ya no logro establecer claramente el tiempo de supervivencia de unos y otros, lo cual me inquieta, no por mí precisamente.
Me quedo absorto en pensamientos propios del aburrimiento. Soy el clásico vejestorio que no hace tanto identificaba en otros. Los gestos, la mirada perdida, los dibujos sin fundamento que realizo con el bastón en la arena polvorienta del parque -exactos a los que realizan todos los protagonistas de mi banda horaria, iguales a los que han realizado otros en un ritual idéntico, pobre y resignado.
Hora 19, 15
Me fijo en que los dos niños de las bicis aún andan por allí y me sonrío pensando que si alguien no les ayuda a corregirse darán unos ciudadanos excelentes el día de mañana, sin deberes, a los que ni les sonará aquella máxima kenediana de " no preguntes que puede hacer América por tí, sinó ... ", aplicable, en cualquier nación, a todos los órdenes de la vida.
En la esquina donde me encuentro, el viento arremolina polvo, papeles, hojas secas y dos guantes de esos que se usan cuando seleccionas las fruta en el super. El viento los levanta a un metro del suelo y flotan henchidos de aire como si fuesen las manos fantasmales de un aparecido. Pocos metros a mi derecha un hombre aún joven pide a la puerta de un supermercado. Alguien trata de aparcar un coche en un espacio reducido y lo logra. Pasa un coche policial cerca, para un instante y prosigue. Una mujer anciana, apoyada del brazo de un familiar más joven – supongo- saluda al pasar. Otra mujer joven pasea un dálmata joven y brioso. En los bancos de enfrente se establece una conversación sobre el uso y coste de las mascarillas, ...
Hora 19,50
Sin apenas notarlo se me fue el tiempo y debo regresar. Ahora toca a los deportistas. Nadie me creería.