Kabalcanty
Después de la formación del espíritu nacional (Parte 5ª)
En abril de 1974 se produjo la llamada Revolución de los Claveles en Portugal, lo cual causó cierta inquietud en los sectores más inmovilistas del régimen franquista. Derrocada la dictadura del país vecino unida a la agitación de movimientos obreros autóctonos, la línea dura de la dictadura se ponía alerta. Franco era un anciano enfermo por lo que los continuistas del régimen aguzaban sus dientes buscando "traidores" por todos lados y un sucesor de confianza.
Yo, por entonces, veía la política desde muy lejos, tal y como nos enseñaron en la asignatura F.E.N., encontrando en el tardofranquismo algo aburrido que no afectaba a mi vida. Porque según el medieval Fuero de los españoles "el ejercicio de todos los derechos de los españoles no podrá atentar contra la unidad espiritual, nacional y social de España", o sea que tragabas franquismo sí o sí.
Uno de aquellos viernes, en los que me dedicaba al trabajo de oficina en la casa de mi abuelo, vi que mi abuela leía un libro que no era una novelita rosa de Corin Tellado de las que ella acostumbraba. Tanto me extrañó ver esas solapas granate y no los rostros de jóvenes amantes apasionados a todo color que me acerqué sigilosamente por su espalda. Leía lentamente, con sus gafas a media nariz y cabeceando un poco como si cada palabra fuese una gragea atravesando dificultosa la garganta.
— ¿Qué lees, abuela?
— ¡Ay recoño, que susto me has dao! -exclamó, dando un bote en la silla.
Me contó, mostrándome el libro cerrado, que se lo había encontrado en el mercado tirado en un rincón.
— Mira, he tenido que frotarle el frente -dijo, señalándome la portada- por la cantidad de roña que tenía. Pero ha merecido la pena, habla del Tormes, mi rio de Salamanca.
La familia por parte de mi padre era toda de Salamanca, de un pueblo cercano, teniendo siempre en la boca su región natal. Hablaban con orgullo y cierta pena de esa región que les vio crecer y que tuvieron que abandonar tras la guerra civil.
Aquel libro, El lazarillo de Tormes (lo conservo todavía como mi abuela lo forró con papel transparente), iba a suponer para mí la primera incursión auténtica en la literatura y el germen, junto a otros libros vitales que leería por aquellos años, para forjarme como insaciable lector. El bachillerato que estudiábamos en aquel tiempo sólo incluía trabajar en las reseñas de los libros de texto pero nunca te invitaban a leer la obra. Pudiera ser que les diera cierto temor a los instructores, a quien redactaba los planes de estudio, que la lectura nos abriera los ojos a la imaginación para mostrarnos el camino de la libertad y el librepensamiento. Nuestra educación se centraba especialmente en la religión católica y formar nuestro espíritu nacional. Pero el tiempo, por mucho que se empeñaran los autócratas, pasa y es cambiante.
Me aburrían las clases en la Academia Bilbao, me empalagaba la contabilidad y el cálculo, y sólo me apunté por librarme de trabajar también por las tardes en la empresa familiar. Me marchaba a la una del mediodía del trabajo, llegaba a la casa de Carabanchel, comía junto con mi madre (mi hermana trabajaba en la tienda de marroquinería y no comía en casa) para, a las cinco, salir con rumbo a la academia.
Con mi madre comencé una serie de conversaciones, en aquellas sobremesas, cuyo denominador común era mi abuelo, el jefe de la empresa. Mi madre siempre discutió con mi padre por la forma tan despótica con que mi abuelo llevaba el negocio. "Además de explotarte, no te paga lo que mereces, y eso lo sabes tú tan bien como yo. Hechas a pique a tu familia por tu padre y su jodia empresa", eso lo oí de niño muchas veces y ahora, conociendo a mi abuelo en la faceta empresario, lo corroboraba. Poníamos de vuelta y media a mi abuelo descargando adrenalina acumulada, sobre todo mi madre. "Tu padre es un trozo de pan sin sal, un buenazo, que no le planta cara a su padre. Y tu tío lo mismo", me decía echando la mirada atrás, a un pasado repleto de privaciones y regaños por un mismo tema.
— Por eso -me decía, agarrándome la mano en la mesa todavía sin recoger- tú tienes que buscarte algo mejor, Jesús. No perder tu juventud con ese tirano, aparte de que tú vales más que ellos tres juntos y tienes tus estudios. Antes ladrón de guante blanco que seguir ahí.
Eso me lo dijo mil y una vez en esas sobremesas, con la música del telediario finalizando y la imagen de la bola del mundo girando a trompicones, recordándome lo que, siendo niño, decía la señora Lola, una vecina de cuando vivíamos en la calle Fomento, "…..puede ser arquitecto o aparejador, el Jesusito, y servir a la empresa de la familia pero desde otro nivel, ¿me entiendes, Mari?".
Benito, uno de los amigos del grupo al que conocía desde muy niño pues su madre regentaba la panadería del barrio de Tetuán de mis abuelos, por esos días me iba a prestar un libro que cambiaría mi forma de ver las cosas. La lectura de "El lobo estepario" de Hermann Hesse me abocaría a la escritura como una profesión que jamás iba a ejercer convirtiendo para siempre mi futuro en algo fantasmal, irrealizable. Ni arquitecto ni aparejador ni habilidoso, como lo eran mi padre, mi abuelo y mi tío, navegaría en un vacío incómodo alrededor de gentes que nada tendrían que ver con mi mundo interior.
Mi madre llevaba razón, debí marcharme de la empresa familiar a tiempo, sin embargo no ocurriría.
Manejaba más dinero que la mayoría de mis amigos, que seguían estudiando, y eso me permitía comprar el aluvión de libros que iba a devorar en los años siguientes. Me compré una máquina de escribir Olivetti Lettera 22 de segunda mano en la calle Hortaleza. Era de color rosa palo por lo que me salió más barata todavía. Comenzaba a fraguarme un futuro, convicto e ilusionante, que sólo habitaría en mi cabeza.