Kabalcanty
Después de la formación del espíritu nacional (Parte 1ª)
Precisamente esa tarde de diciembre de 1973, cercanas las fiestas de Navidad, nos era más necesario que nunca vernos a mi amigo Carlos y a mí. Por la mañana había asesinado la ETA al almirante Carrero Blanco, presidente del gobierno nombrado por Franco hacía unos meses atrás, aunque la cercanía con el dictador siempre fue muy estrecha. Su nombramiento era pieza clave para el continuismo de un régimen autoritario que ya por esos años se tambaleaba con el general Franco hecho una momia. El fallecido almirante, de rostro fiero, ideas contrarias al liberalismo y la democracia y febril enemigo del marxismo, judaísmo y la masonería, echó un telón negro de pánico en las calles de Madrid.
Y por esa misma razón, Carlos y yo, habíamos dejado de lado nuestros pocos queridos quehaceres para lanzarnos a recorrer las calles desiertas de la capital. Él trabajaba algo vendiendo unas ridículas tobilleras para llevar el paquete de tabaco y yo asistía a las clases de cálculo, contabilidad y derecho mercantil en la academia Bilbao. Ni Carlos ni yo teníamos claro lo del futuro, nos gustaba poco estudiar y demasiado el trotar por las calles y meternos en líos que nos llenaran de adrenalina y sal para afrontar una adolescencia que nos resultaba descafeinada.
Esa tarde del 20 de diciembre Madrid era un cementerio. Recorríamos la calle San Bernardo hacia la Avenida de José Antonio resonando nuestros pasos con una difusión que jamás hubiéramos imaginado. Algunos visillos se entreabrían mirando nuestro deambular y se cerraban raudos, timoratos, cuando chocaban con nuestra vista. Los Land Rover de la policía armada salpicaban las esquinas mientras los agentes (llamados vulgarmente “los grises”), ataviados con cascos y metralletas, cosa que nunca habíamos visto antes, oteaban nerviosos cualquier cosa que no fuera silencio y quietud.
— Fíjate en la cara de primo que les hace el casquete -me dijo Carlos, con su solemne voz de tenor dramático.
Miré de reojo riendo para mis adentros (entre sus gabanes largos y pesados, sus correajes abigarrados, sus barbuquejos ciñendo sus mentones desencajados y sus cascos, en general demasiado amplios en sus cabezas, parecían pastores sin rebaño), sin embargo Carlos rompió en una de sus estridentes carcajadas, parecidas a las de una vieja loca de atar, que hizo saltar todas las alarmas.
A grades zancadas se nos acercaron una pareja de policía armada y nos pidieron los carnets desabridamente. Ni que decir tiene que se nos atragantaron las dos formas de risa y que en nuestros rostros imberbes de quinceañeros saltaron los colores por doquier.
— Pues a circular, niñatos, y decidles a vuestros papás que os limpien bien el culo y os guarden en casa con siete candados que no está el horno para bollos.
Nos espetó el policía más veterano dándonos un ligero empujón mientras nos devolvía los carnets.
Apenas dijimos nada hasta llegar a la esquina de la avenida de José Antonio. Habíamos pasado miedo, sí, pero formaba parte esencial de nuestro garbeo por la despoblada ciudad en aquella tarde.
En el bachillerato nos habían enseñado en la asignatura FEN (Formación del espíritu nacional) que España era una nación justa (además de grande y supuestamente libre), enemiga del pecado y aliada de los valores más engrandecedores del ser humano, pero aquella tarde de invierno mi amigo y yo sólo veíamos miedo tras las ventanas y acongojada soledad en las aceras. Los autobuses barrían la republicana Gran Vía con apenas pasajeros al igual que la boca del metro de Callao, bulliciosa y animada siempre, aparecía desértica y desangelada. Muy escasos madrileños cruzaban las calles presurosos, mirando hacia todos lados, medrosos de cualquier movimiento que los acercara al pánico de ser señalado. Este país por aquel entonces era sombrío y cuartelario, con curas que te atemorizaban con infiernos perpetuos si no seguías sus preceptos y brutos con charreteras que ejercían de políticos desnortados y añejos, y aquella tarde todo se percibía aún con más énfasis. Daba la sensación, según la educación que habíamos recibido, que estábamos en la antesala del apocalipsis.
Carlos y yo, recorríamos la avenida constatando bares medio cerrados y carteleras en los cines suspendiendo la sesión de las diez de la noche. Nos sentíamos protagonistas de ese proyecto de cataclismo con el desenfado de una adolescencia que siempre dudó de las disposiciones de la FEN y sin saber realmente qué nos deparaba el futuro.
Carlos, con su horrenda cazadora de paño a cuadros verdes y marrones y su melena pegajosa nevando sus hombros de caspa, y yo, con mi zamarra caqui forrada de sintético borreguillo y mis pelos a lo afro cubriéndome mis generosas orejas, pasamos el edificio de Telefónica y torcimos por la siempre umbría calle Hortaleza. Observábamos más que hablábamos, porque tampoco teníamos muchos temas en común excepto las chicas y esos paseos, obviando esa amenaza que pesaba en el aire. Llegamos hasta la plaza de Alonso Martínez para torcer por Sagasta, pasando por mi abandonada academia Bilbao, y seguir por Carranza hasta de nuevo llegar a la calle San Bernardo en la plaza del mismo nombre.
Acompañé a Carlos hasta el portal de su casa en la calle Acuerdo y cogí el metro en la estación de Noviciado. Tres años y pico atrás me hubiera ido andando hasta mi casa en la calle Fomento, pero ahora mi familia se había mudado a Carabanchel.
Subí al vagón como si fuera un fantasma, errante, aislado, escudriñado con desconfianza por alguno de los pocos viajeros. Cuando me bajé en la estación de Embajadores, me compré una muy barata y escueta edición extra del diario “Pueblo”. En la portada había tres fotos: una del enorme boquete que hizo la detonación en el asfalto de la calle Claudio Coello, otra del auto oficial de Carrero Blanco, un Dodge 3700 GT sin blindaje, volando por los aires descuajaringado, y la tercera del coche despanzurrado en la azotea de la Casa Profesa, una antigua residencia de jesuitas. “Ha sido un zurriagazo de cojón de pato”, diría después mi padre al ver ese periódico.