Carlos Regojo Solla
Diciembre
Desde su adolescencia, en el reconfortante ambiente de la casa materna, Clara, había descubierto el valor de los libros, adquirido con el hábito de su lectura, originado, sin duda, por la presencia de la extensa biblioteca familiar situada en la espaciosa estancia que representaba el "hall" de la casona heredada por su madre. Las estanterías de castaño y nogal, confeccionadas con originalidad y esmero, albergaban cientos de libros con variadas encuadernaciones y rodeaban la totalidad de las paredes del vestíbulo, a excepción del espacio ocupado por la escalera de acceso a la planta superior donde estaba su cuarto.
Aunque en sus primeros años de juventud nutría su hambre lectora en aquella biblioteca, una vez emancipada, viviendo a expensas de su trabajo en la planta química de nitratos, lejos ya de la casa materna, no tardó en comenzar su propia biblioteca. En ella se encontraba con una libertad de movimientos acorde con sus intereses a la hora de manejar los propios libros, escapándose de este modo de los protocolos referidos al cuidado extremo, estipulado como un dogma, en el uso de todos y cada uno de los volúmenes escogidos, los cuales debería devolver a las estanterías, tras su uso, de forma impecable, en la casona de su infancia. Y es que Clara precisaba añadir algo a los contenidos. En sus primeros años, cuando reintegraba una lectura a su lugar, sentía que dejaba algo pendiente que se quedaba en el libro y ello le causaba una gran insatisfacción.
Siempre se la veía con un libro entre las manos, que metía y sacaba de su bolso con la más normal de las asiduidades. Una rutina, imposible de dejar, que la caracterizaba y definía entre la gente de su entorno diario. Estuviera donde estuviese, haciendo lo que hiciere, aprovechaba cualquier rato libre para abrir el libro de turno y leer un poco. Solía elegir títulos cuya dedicación, calculaba, no le llevaran más de un mes, por lo que, a final de año era fácil se encontrase con unos quince títulos, "tragados" con la avidez de una lectora compulsiva.
Con frecuencia, en plena lectura, hacía anotaciones en una o varias cuartillas, que ponía como marcapáginas y usaba indistintamente a modo de agenda: puntualizaciones sobre la propia temática de la lectura, pensamientos surgidos con espontaneidad, números de teléfono, direcciones postales, anécdotas; o también referidas a una actividad concreta del momento, como algún listado de compras, recordatorio de cosas pendientes; incluso recortes de periódico y alguna que otra fotografía, lo que convertía aquellas páginas manuscritas en un auténtico diario personal, reflejo de la actividad vital de su protagonista que, frecuentemente ornaba con algún poema. Todo ello convertía el libro en un ente vivo que iba abultando, difícil de manejar conforme avanzaba su lectura, el cual cerraba asegurándolo con una goma elástica para mantener el contenido foráneo en su sitio en tanto duraba su lectura, goma que sustituía por un lazo de color distinto para cada tomo una vez rematada la lectura, momento llegado el cual numeraba en el dorso con la fecha de inicio y finalización y colocaba en su biblioteca privada junto al anterior.
Cumplido diciembre, ya en el invierno recién iniciado, con los días en crecimiento, apuntando abultados los brotes madrugadores de la "bauhinia" situada en la solana, que en quince días comenzarían a romper en hermosísimas orquídeas rosadas, Clara procuraba finalizar la lectura del último libro del año y, como si se tratase de un ritual, tenía por costumbre, al borde mismo de su finalización, momentos antes de las doce, acercarse al jardín y recoger, de la vieja morera pegada a la tapia, una de las últimas hojas caídas recientemente. Entonces, hubiese o no terminado la lectura del libro de turno, colocaba la hojita caduca -tiempo antes lustrosa ,como lo son las moreras- entre las páginas donde había llegado en su lectura o entre la última página y la contraportada si hubiese rematado ésta, junto con la última cuartilla de anotaciones correspondiente al día, aunque quedase en la mayor de las intrigas, cerraba el libro, colocaba una etiqueta en el dorso con el número del año finalizado, sacaba la goma, colocaba el lazo correspondiente y devolvía el tomo a la estantería de su librería como si se tratase del legajo de un notario de los de antes.
Aquel invierno, tras noventa y nueve años, el mismo día del solsticio, vísperas del crecimiento de la luz, Clara decidió abandonar su rutina dejando atrás los recuerdos de juventud, de su vida con Néstor, la frustración de no haber tenido hijos, su trabajo en la empresa de nitratos, sus sueños…, dejando sin coger, por primera vez, una hojita de la morera junto a la tapia.
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El anticuario había entendido el valor de aquel lote.
-No está nada alterado – me dijo. -Tal como me lo trajeron permanece. No se ha tocado ni la posición de una cuartilla. Hay mucha vida en esos libros, créeme. Me han hecho ofertas para la compra de parte del lote, un año concreto, algún tomo suelto…, pero no he querido vender nada que no fuese el conjunto. Siempre intuí que llegaría alguien como tú que se llevase la colección entera- prosiguió en un discurso sincero.
Cuando adquirí aquel legado de mil trescientos libros quedé totalmente enganchado a una tarea del descubrimiento del alma de una mujer que aún hoy, tras cinco años de trabajo estoy lejos de descifrar. Cuando abro uno de esos tomos debo tener la seguridad de haber rematado el estudio del anterior con plenitud y ello me descubre una vida llena de matices y secretos que nadie más conocerá porque nunca dejaré el legado en manos ajenas. Me siento ligado a Clara por un profundo afecto que por nada traicionaría. La noto viva y me refugio en ella a través de su inmenso legado.
Os adelanto una reseña, aparentemente insustancial, correspondiente al doce de junio de mil novecientos cincuenta, encontrada en el libro titulado "La isla del doctor Moureau" en su página ciento dos:
"Espantoso ensayo. Aborrecible experimento. ¡Cuánto dolor para desviar las intenciones de Dios! ¿Cómo es posible llegar a extremos tales? No hace falta humanizar un animal. ¡Ellos son superiores a nosotros! Lo comentaré con Néstor".
He conseguido localizar la casa de Clara, la suya. La vieja morera sobrevive salvaje por encima de la tapia y, en este diciembre, aún conserva alguna hoja caduca que solo me atrevo observar, porque son las hojas de Clara. Tal vez algún día, en un diciembre cualquiera, ose finalizar yo también el año con una hoja de morera entre las páginas de un libro inédito.