Kabalcanty
Solitarios (Parte VII –Final-: El fuego)
Se cercioró que estaba anocheciendo en la gigantesca pantalla. En la portería vio el nuevo envase con las pastillas y lo tiró al suelo de un manotazo. Cogió una linterna y, cuando fue a guardarla en el bolsillo interno de su cazadora de faena, se percató que no llevaba camisa. Hizo un gesto levantando las cejas y comenzó a subir las escaleras de la casa. Llegó a la puerta de Adriana de un tirón, sin detenerse en los otros pisos.
La joven, con su camisola manchada de óleo y sus pantalones anchotes, se volvió hacia la puerta al oír el chasquido de la llave.
— ¡Al final has venido! -exclamó jubilosa al ir a abrazarle, sujetando un pincel fino en una de sus manos- Dejo el trabajo y saco unas cervecitas.
Carlos se dejó besar. Aquella frialdad hizo que Adriana se separara y le encarara con una mirada desolada que recogía su media melena castaña como en un cuenco de sopa fría.
— Ponte lo que quieras o baja así, he convocado una reunión urgente en mi piso –dijo el hombre con sequedad.
— Tienes requemadas las pestañas, amor.
Carlos no contestó, fue hacia la puerta y la esperó.
En el piso de más abajo, Ruth les recibió envuelta en la misma bata que ceñía sus firmes abundancias carnales. Se sonrió irónica al reparar en la presencia de la joven pintora.
— ¡Oh lá lá! Si te traes a tu chica más tierna.
Carlos le contó el propósito de su visita.
— Bajo así o me pongo unas bragas –dijo, abriéndose la bata y mostrando su exuberante madurez.
Se bebió de un trago el contenido oscuro de un vaso y se perdió por la habitación contigua.
Adriana no pronunció palabra pero en el brillo de sus ojos había un velo que los encajaba en una deforme profundidad.
Lisa fue a recibirles jovial pero su rostro oval se descolgó dentro de un gesto sorpresivo al ver a las otras dos mujeres.
— Tengo que hablaros de algo importante, Lisa. -dijo Carlos, besado levemente sus labios y yendo hacia la mesa- Sentaos todas, por favor.
— No entiendo, cariño -dijo Lisa, arqueando los labios de esa forma tan hermosa, tratando de atajar el paso del hombre.
Carlos arrimó las sillas necesarias a la mesa y con el talante más sombrío comenzó su charla.
Las mujeres se miraban entre ellas sin saberse qué decir. Ruth las escudriñaba desafiante y burlona, mientras Adriana y Lisa se hallaban descentradas, nerviosas, y evitando los ojos de la más madura.
Por la ventana, el pantallón reflejaba una noche más, solitaria, apacible, pero sin el rojizo matiz amenazador que bañaba realmente la ciudad.
— Tengo que deciros -comenzó Carlos, evitando la mirada de todas- que vamos a morir todos para poder vivir. Nosotros cuatro seremos cenizas dentro de poco con el propósito de seguir una vida normal en el mundo que conocíamos.
Ruth lanzó una risotada descarada que asustó a las otras dos mujeres.
— ¿Qué estás diciendo, amor? - musitaron casi al unísono las otras.
— No hay nada que comprender, nada que explicar, necesitamos morir ahora para existir después. Eso es lo que tengo que deciros.
El hombre se levantó brusco, sacó la linterna y se dirigió a la puerta de la casa.
— ¿Qué vas a hacernos ahora, perturbado, matarnos a las tres y buscarte otros coños? -dijo Ruth, interponiéndose en su camino.
Carlos la empujó levemente.
— No entiendo nada, Carlos -dijo Adriana levantándose también.
— ¿Qué has descubierto ahí afuera? –interrogó Lisa, agitando nerviosa su sedoso cabello.
Carlos se detuvo en el umbral indeciso. Las tres mujeres le seguían de cerca observándole expectantes.
— La vida se ha roto -dijo, al fin, rebuscando palabras- Todo es desolación ahí fuera y…. supongo….. creo…. deseo pensar que encontraremos de nuevo el pulso de una vida como la que teníamos antes pero….
Antes de cerrar la puerta y echar la llave, llegó a decir “Os amé de verdad a las tres”.
— ¡Maldito hijo de puta! -escuchó rugir la voz de Ruth bajando ya los peldaños.
De las otras dos mujeres sólo oyó su nombre de pila tenuemente. Luego, escaleras abajo, le pareció que alguna o algunas sollozaban.
Nada más parar el generador, el pantallón se apagó y el edificio se sumió en una densa oscuridad. Se escuchaban enlatados los maullidos de los gatos y el danzar de las basuras bajo el viento.
Fue hasta la portería para sentarse sobre la mesa. Mientras se acariciaba indolente el bigote, se abultó la entrepierna de su pantalón. Su pene pugnaba por salir de la cárcel de la tela. Posó los ojos escaleras arriba pero se quedó estático, imperturbable.
Pocos minutos después la lengua de fuego barrió el pantallón y el edificio con una violenta bocanada vertiginosa. Se retorcían, ascendiendo las llamas, chisporroteando en una reverberación que abrasaba el edificio. Todo fue rápido e intensamente eficaz. Con las pavesas volando caprichosas, un viento abrasador dejó una marca negruzca que parecía insondable en la tierra. Fueron viniendo los mininos caminando a saltitos por el suelo quemador. Maullaban, olisqueaban y arañaban la impronta carbonizada como si quisieran bruñirla.