Carlos Regojo Solla
Ciudades
No me gustan las ciudades pequeñas. Parece como si les faltase algo. Semejan vetustos decorados ocultos tras un telón que, cuando se abre, deja ver un paisaje pobre y triste por el cual pululan unos cuantos personajes todos ellos conocidos entre sí hasta el hastío, abatidos por el tiempo, dominados por el resignado culto a una "personalidad" pueblerina que no les ha dado el acierto de renovarse, crecer y expandirse.
Para ciudad pequeña tengo los pequeños pueblos que no me engañan y dicen lo que son, sin tapujos. Las villas -incluso las aldeas grandes- son testimonios veraces de una realidad social, en la que todos hace tiempo han apostado ya por el "no va más", no porque no quisieran poder engrandecer, sino porque conocen sus límites y los aceptan. Aquí, en lo pequeño auto reconocido, uno se siente recogido, amparado y sincero, disfrutando de la aceptación de su vida, el lugar que ocupa en el conjunto. Es éste un matiz que separa a las ciudades con futuro que deciden estancarse y los pueblos que reconocen su tope.
La ciudad pequeña que se ha abandonado a su suerte es, para mí, el aborto de una dinámica, el atasco glótico que asfixia sin aviso y mata las ilusiones como si éstas fueran patos de feria, acostumbrando a las gentes a moverse entre trincheras en un avance nulo. Siempre están cerradas, tristes, e iteran sus actos y movimientos apagados y carentes de toda innovación perdiendo incluso partes importantes de su historia. Se oscurecen, se inmovilizan, se reconcentran en el interior de su caparazón como galápagos sociales y se llenan de envidia observando el bullicio de los pasacalles vecinos.
Las ciudades auténticas, grandes y ruidosas hacen honor a su calidad de urbe y no cierran nunca. Están activas las veinticuatro horas del día y no se detienen ni tan siquiera por catástrofe natural. El ruido de la actividad es constante. La vida en la ciudad, la actividad urbana, el trasiego de las gentes, el tránsito de automóviles, el comercio, el trabajo, la movilidad continua, el divertimento, van parejos con la dinámica imparable de un tiempo sin definir.
No hay nada peor que una ciudad sin trasiego, que no intercambie sudores, toses y estornudos, esparciendo las diminutas gotitas de saliva que caen en los churros de los desayunos compartidos y recién servidos. Urbes hechas para tocar los pomos de los baños, los pasamanos, los números de los pisos en los ascensores entre prisas y atascos, forzando la máquina de la vida, en permanente movilidad. Vivir en el ruido, dando la vuelta repentina cuando meditemos que hemos llegado a un destino sin saber dónde hemos llegado ni cual es nuestro nuevo rumbo, moviéndonos como hormigas, tropezando unos con otros sin rumbo aparente con el olor a feromonas dirigiendo nuestros actos.
Ya llegan los pueblos para morirse.