Kabalcanty
Tres vueltas de llave (Parte 2ª)
La soledad te va haciendo cambiar de opinión a medida que se hace más pétrea, te aprisiona en su reducto para dictarte su mensaje devastador que irá empequeñeciéndote hasta que seas su esclavo sin remisión. Su labor es tácita, tan silenciosa como lo es lo cotidiano, y te aferra a lo ineludible, sin maniobra para cambiar el curso de las cosas. Llegas a creer que deseas lo que te ocurre cuando, en realidad, caminas sobre el vértigo con la desbocada patología del miedo a caer en el abismo. Vives aparentando que todo va bien, que todo discurre según quieres, sin embargo esa fachada que te impones, esa defensa para no evidenciar tu flaqueza, te merma cada día y te oprime en el sueño tanto como en la vigilia. En escasas ocasiones hablas de tu soledad con los pocos que tienes para escucharte porque tu recelo, el vórtice que te enclaustra hasta desecarte, hace de tu mudez una impronta de tu carácter de puertas hacia fuera. Y no hay nada peor que ser un puñetero solitario y no reconocerlo.
Apenas pude dormir pensando en la invitación de la vieja Magda. Hasta ese día no sólo las cosas iban yendo como con mamá, sino que me resultaban más placenteras. La aparición de esa mujer que me entretenía las tardes entre cafés y galletitas era todo un hallazgo. Pero también se truncó desde que la vecina llamó a mi puerta. Esa tarde la visita de la mujer imaginada fue breve y gélida. Permanecimos callados en muchos momentos como sí la vecina estuviese presente en la cita y nos mirara con desaprobación. Me asqueaba no haber tenido los redaños para decirle que no deseaba que me hiciera la comida y la cena y que prefería seguir como en los tiempos de mamá. Pero de nada valía lamentarse puesto que seguía sin saber negarme. Ese era, en realidad, el motivo de mi tormento.
Como un corderito, henchido de mal humor, comí en casa de la vecina. Ella no paró de hablarme de sus hijos y de su difunto marido mientras yo deglutía de forma atropellada pensando sólo en terminar y largarme a casa. La cena fue algo similar: yo silencioso, escuchando el fragor de mis mandíbulas, y ella insoportablemente parlanchina.
Tras esa cena, ya en la soledad de mi vivienda, sufrí un ataque de pánico. Me había pasado otras veces, sobre todo en verano, en esos días en que oía en la calle las risas jaraneras de los jóvenes, pero esa vez fue con mayor intensidad. Sentí un ahogo penetrante que golpeaba mi pecho y me hacía sudar hasta empapar mi ropa. La cabeza parecía ida, quebrada en un punto del que surgía una confusión plagada de voces, y mi casa se asemejaba a una cárcel de dimensiones ínfimas. Me asomé a la ventana, ya entrada la noche, y sentí una bocanada de viento que me heló el cuerpo entero. A pesar de la buena temperatura, comencé a sufrir una tiritera que me castañeaba los dientes mientras me ardía el pecho. No tenía cuerpo ni cabeza ni dientes ni siquiera ojos para contemplar un habitáculo que se reducía y reducía. Quise salir a la calle, perderme, huir, pero no podía, no quería, no tenía decisión, no era mío el albedrio.
Entonces fue cuando me dirigí presuroso a la puerta de mi vivienda y eché las tres vueltas de llave. Cerré con un inusitado aplomo y me fui sintiendo mejor, mucho mejor. Me invadió un soporífero sueño, un cansancio letal que me llevó a tirarme sobre la cama y dormir ajeno a la existencia.
Te hacen daño, hijo, y tú apenas sabes protegerte. Soy mamá, la de siempre, la que te cuida y sabe que todo lo del exterior es una amenaza para ti. Pero he venido, sólo este ratito únicamente, para decirte que abandones la lucha y te relajes. Has cerrado la puerta y ya nunca debes abrirla. No dejes que te amenacen ni que te engañen, hijo, porque un alma cándida como tú es carnaza para esa jauría de lobos que puebla el exterior. Tu vida desde ya es esta casa, como siempre lo fue, pero ahora por una razón muy poderosa: tu madre ya no está para defenderte. No salgas nunca, no participes del mundo porque el mundo no está hecho para ti; sólo es una trampa para aquellos seres puros sin malicia. Te enseñé siempre que la vida es lo más hermoso, que la vida es una y toca vivirla de lleno, y eso es precisamente lo que vengo a recordarte, hijo, que no decaigas y vive tu vida aquí, dónde tú y yo fuimos tan felices. No te hace falta más. No nos hacía falta a nosotros dos y nada te hará falta a ti. Sé que has conocido a una chica y que le preparas café y galletas por las tardes y que habláis de vuestras cosas sin que nada ni nadie os turbe. Todo entre estas cuatro paredes. ¿Ves cómo es de sencillo? La felicidad es posible si uno la desea con todas sus fuerzas y esa fuerza sólo está en que no des marcha atrás a esas tres vueltas de llave. El mundo es demasiado ancho para los de corazones limpios, nada está al alcance del temeroso ni del honesto; el mal está al acecho nada más que toques con los pies en la acera. Ya sabes: halla tu mundo propio en ti, sin necesidad de recurrir a nadie, excepto a esa buena chica con la que charlas por las tardes. Me voy, hijo, recuérdame siempre como yo te recuerdo todos los minutos en este mundo oscuro y poblado de nadas. Se feliz, mi bien.
Mamá me había hablado desde los pies de la cama. Estaba pálida, flaca, desmejorada como en los últimos días de hospital, pero sonreía a hablar igual que cuando paseábamos o nos sentábamos en el parque. Luego desapareció poco a poco, similar a esos finales de película que se funden en negro y aparecen los créditos.
Todavía era de noche. Había dormido de un tirón varias horas. Me encontraba realmente bien, despejado y con ganas de hablar. Así que preparé unos cafés, dos para ser exactos.
Cuando aparecí con la bandeja en el comedor allí estaba ella. Radiante, sonriéndome, mirándome desde que dejé el umbral de la cocina.
— Creí que no vendrías a estas horas -musitó, ruborizándose levemente- Pero ¿sabes una cosa? La noche te sienta mejor y a mí me da energía.
Y empezamos a hablar mirándonos a los ojos.