Kabalcanty
Una cápsula (Y parte 5)
En la puerta de salida del hipermercado colocaba los carritos el operario encargado de ellos.
— ¿Qué pasa, Robert? -le dijo, señalando hacia adentro- Parece que hay follón. El día parece complicado y la gente medio loca. Han cerrado hasta la línea de tren.
Robert se sobresaltó.
— Joder, ¿no hay trenes?
— Que va, por lo menos esta línea está cortada. Y por si fuera poco, mira cómo anda el tráfico.
La rotonda estaba bloqueada de coches y la fila se extendía más allá del horizonte de la A-5. Hacían sonar el claxon sobre una nube grísea.
Robert se echó a andar hasta la parada de bus de la Radial 7. Llamó a Estela un par de veces sin obtener resultado. La tensión se apoderaba de su cuerpo irrigada por una pulsión que fluía desordenada desde su cabeza.Andaba con paso firme y, sin embargo, se notaba tembloroso, hasta inverosímil dentro del caos que le rodeaba.
Los coches, encerrados en el atasco, estaban atestados de maletas algunos y otros todo lo contrario: su piloto en pijama y despeinado; otros, fuera de sí, maldecían el parón bajados de sus vehículos o encima de sus techos. Robert tenía mucha prisa y no quería reparar en ellos por mucho que el ruido fuese insufrible.
En la parada de bus encontró una aglomeración que protestaba enérgicamente por la falta de servicio.
— ¿Y tú, colega, te resignas a que no nos dejen ser felices de verdad? -le increpó un tipo con un chaleco de cuero de los Black Sabbath. Agitaba los puños arengando a otros mientras tenía cogido a Robert por la pechera.
Pudo desembarazarse aprovechando un empellón de la masa. Sudaba. Tenía prisa, demasiada prisa y no veía posibilidad alguna nada más que caminar.
Tomó la empinada Avenida de los Espejos camino hacia su casa. En las aceras, se cruzaba con personas que iban y venían presas de un frenesí que les hacía entrechocarse y mirar hacia todos lados buscando algo que no parecían hallar. Un coche policial, atravesado en la calzada, cobijaba una disputa entre agentes que señalaban obstinadamente hacia lados contrarios. En las sucursales bancarias la gente aporreaba los cajeros automáticos mientras una multitud atestaba las agencias en actitud beligerante. Se veían autobuses vacíos, sesgados junto a los bordillos o asaltados por gentes que rompían sus ventanillas y clamaban consignas variopintas. Desde algunos balcones se lanzaban pétalos de flores o billetes de cincuenta euros mientras refulgían las sonrisas de los que los lanzaban o los vítores de quienes los recogían.
Robert, concentrado en su viaje, sorteaba los corrillos sin apenas tener en cuenta lo que pasaba a su alrededor. Su sensación de irrealidad contrastaba con su firme decisión de llegar a casa lo antes posible. Nada le parecía más importante que ver, por fin, el portal adonde vivía.
Llamó de nuevo a Estela sin que le respondiese ("el número al que llama está apagado o fuera de cobertura"), mientras recuperaba el resuello a la altura del túnel que desembarcaba en la A-3. Y precisamente allí fue el lugar donde contempló una escena cruenta. Varios ciudadanos, tomados de la mano, se dejaron caer desde el pretil de la embocadura del túnel. Se estrellaron contra los techos de los coches en caravana que intentaban salir de la ciudad. Observó que nadie se inmutó por el accidente, nadie acudió a los cuerpos ensangrentados, ni siquiera nadie se apeó de su vehículo. Todos estaban en otra cosa….. "como yo", acabó diciéndose Robert.
Siguió su camino un poco más, hasta el campo viejo de fútbol de los alevines. Encontró un viejo coche colisionado contra un árbol en la acera. Tenía los faros rotos y combado el inicio del capó. Había sangre en los asientos delanteros y las llaves de contacto puestas, aunque no vio a nadie por los alrededores excepto el desasosiego que poblaba las aceras. Giró la llave y el motor respondió en un sonido fragoso.
Sentado en el vehículo sopesó una ruta alternativa que salvara el atasco. Pensó en tomar el sendero peatonal del Parque Sur y atravesarlo hasta la salida del Edificio Estatal de Empleo. Sin más, yendo por dirección prohibida, llegó hasta las puertas del parque en su entrada norte. Por allí era todo más fluido, parecía calmado, normal a esa primera hora de la tarde.
Una oleada de optimismo acudía a Robert al tiempo que avanzaba. El camino, casi despejado, solo albergaba algún que otro ciclista o paseante que le cedían el paso no sin antes maldecirle. Pero todo quedaba atrás en pocos segundos.
Aparcó cerca de su casa. Tenía la ropa de trabajo sudada como si hubiera hecho dos jornadas agotadoras y una franja de sangre seca que recorría la culera del pantalón. No importaba. Tomó aire cuando, en la misma puerta de su portal, se encontró con Carlos, su vecino del tercero.
— ¡Vaya pifostio que tenemos! -dijo Carlos, abriéndole la puerta- Parece el fin del mundo, chico.
Robert sonrió cortésmente pero sin detenerse.
Subió los escalones de dos en dos sintiendo que su pecho se partía y lo vomitaba a lo largo y ancho de la escalera. Llamó al timbre insístete.
Dos, tres, cuatro, cinco veces. Hizo un par de ejercicios respiratorios, dificultosos debido a la fatiga de subir tan ágilmente, diciéndose que Estela no podía comprender su urgencia sin haber hablado con él antes. Volvió a llamar, esta vez acercándose a la ranura de la puerta para decir: "Estela, abre, por fav…..", pero la puerta cedió al roce de su rostro. Recorrió el pasillo con el sonido de sus pasos por compañía. Al llegar a la puerta del salón su corazón se desbocó. Notó que su sangre se agolpaba en su cuello y le quemaba la cara.
— Estela, Estela……. ¿estás?- dijo titubeante.
La vitrina permanecía abierta. Vio el vasito de cristal sobre la mesa junto al platillo chino. Estaba vacío. Al lado había dos vasos usados, un brick de zumo de piña y una caja de galletas de chocolate.