Kabalcanty
Domingos de verano en Mingorrubio (Y parte 2)
Los rayos de sol, partidos en pedazos dentados en un puzle antojadizo, se filtraban entre el emparrado que sombreaba las mesas del ventorrillo. La quietud del calor subía desde el suelo arenoso cómo se despanzurraba sobre nuestras cabezas mientras comíamos. Prevalecía el vino con gaseosa antes que la cerveza para regar las fritangas que degustábamos con apetito.
Después llegaba la hora de la siesta, o para los niños las malditas tres horas de la digestión.
— La pequeña de la Sarito –refería mi abuela, dándose con el abanico en la pechera- tuvo un dolor que barriga que acabó en el hospital y todo por no respetar las tres horas de la digestión como Dios manda.
Mi abuela requería los asentimientos de los adultos, sobre todo de las mujeres, y nos saeteaba con su mirada a los niños que escuchábamos resignados.
En esas horas, mientras los hombres dormían y se perdían en la barra del ventorrillo, y las mujeres hablaban y hablaban, nosotros jugábamos a las cartas de las familias.
— Dame al abuelo panadero, al hijo tendero y la madre pescadora.
— Te colaste en el último, tonto. No lo tengo yo y me devuelves al abuelo panadero, al hijo tendero y Maribel me da a la madre pescadera.
Las cartas de las familias era casi el único juego que compartíamos con las niñas en esas horas de sumisión y tedio.
Lo que parecía inacabable concluía sobre las cinco y media o las seis de la tarde. Volvíamos a ponernos tensos ya que mi padre y el tío Pepe volvían a bajar con nosotros al río. El abuelo Tanis prefería prolongar la siesta o simplemente vernos desde la sombra del ventorrillo porque "uno ya va teniendo más años que la Cuesta de la Vega". La abuela Upe decía que sí a golpe de abanico y solía añadir: "y eso que tú estás más tieso que un ajo que si estuvieras como yo de ‘agachá’ ya veríamos".
Mi madre, la tía Manola y Pino se quedaban en el regato mojándose poco más que los tobillos, sin embargo los demás seguíamos el cauce del río hacia el sur hasta casi el puente del ferrocarril.
— No perdáis ojo con los niños que por allí hay muchas pozas.
Repetían las mujeres desde el regato mientras nos íbamos.
Los hombres nos decían que fuéramos por la orilla hasta que llegásemos al sitio elegido. Nosotros corríamos presos de la excitación por encontrarnos con las llamadas "pozas" que no eran otra cosa que pequeñas excavaciones en el cauce del río para conseguir arena para la construcción o meros remolinos que horadaban caprichosamente el fondo. Los adultos siempre se referían al caso de fulanito o menganito que se ahogó irremediablemente en una de aquellas "pozas". Lo que yo recuerdo es que su profundidad nunca nos hizo perder pie a los niños y que era todo un acontecimiento que el agua revuelta del Manzanares nos mojara más arriba de la tripa.
— Jesús, leche, no empujes a tu primo que es más bajito y le entra agua por la nariz.
Decía mi tío Pepe empuñando una rama gruesa a modo de báculo, al igual que mi padre. Esa costumbre del "báculo" siempre la tuvieron lo mismo mi padre que mi tío no sólo cuando afrontaban algo diferente, "aventurero", en los días de río sino en todas las ocasiones que se "vestían de Tarzán", como ellos decían la mar de serios.
Mi hermana y prima Maribel, separadas prudencialmente de nosotros, seguían con su obsesión de coger "cabezotas" ya que por allí los había más grandes.
— Más cabezorros será. -decía Benito, soslayándonos a todos mientras aguantaba la risa que estallaba colectiva al contestar ellas "que sí, que claro".
La aventura vespertina de las pozas terminaba cuando los tentáculos del sol llegaban a la mitad de los ojos del puente del ferrocarril. Los niños hacíamos prometer a mi padre y a mi tío Pepe que el próximo domingo vendríamos también a las pozas por la mañana y ellos aseguraban que sí con una convicción tan flaca como circunstancial. Luego, escarbando con sus báculos entre los hierbajos que flanqueaban el río, nos llevaban de vuelta.
En las alturas del terraplén se veían familias, tan repletas de carga como lo haríamos nosotros, que escalaban los caminos para hacer cola en las paradas del autocar. Se recortaban sus figuras en el contraluz rojizo bajo un cielo que a cada momento se hacía más apagado. Se iba acabando el domingo y cada cual asumía que mañana sería un lunes tan parecido a otros.
También llegaba el momento de volver a vestirnos y notar cómo nos rozaba la ropa en la piel castigada por el sol. Mi prima Maribel y yo, los más blancos de piel, sentíamos el escozor en los hombros y espalda como flama que ardía a la hora inoportuna. Nos quejábamos mientras nuestras madres nos embadurnaban con crema Nivea.
— Y esta noche a dormir bocabajo.
Nos decían al tiempo que nos mojaban el cabello con agua.
En el autocar todo era más silencioso. Los niños mirábamos por la ventanilla el desmonte que guardaba al río yendo hacia El Pardo. Nos veíamos el agua pero parecía mojarnos escalando el desnivel y aliviando nuestra quemada piel. Los hombres escuchaban por el transistor los resultados de la liga de fútbol y decían cosas intranscendentes sobre el Madrí o el Atleti. Mi madre hablaba con su hermana sobre la cena que dejó preparada esa mañana y Pino, sentada en el asiento delantero con su hijo Ramón, les decía, metiendo la cabeza entre la separación de asiento y asiento, que lo mejor eran los espárragos trigueros para una cena saludable. Mi hermana y Maribel escudriñaban ufanas sus bolsas de renacuajos poniéndoles nombres sin reconocerles. Mi abuelo dormitaba junto a mi abuela y ella agitaba la cabeza, al son del abanico, diciendo: "Este hombre tiene la enfermedad del sueño, se duerme en el palo de un churrero". Benito y yo compartíamos silencio pensado, seguramente, que eso es lo que tenía ser los mayores que cuando toda la diversión terminaba callar era lo que apetecía. Pero estábamos de vacaciones y mañana lunes a algo se nos ocurriría jugar que nos distrajera hasta el próximo domingo en Mingorrubio.