Kabalcanty
Domingos de verano en Mingorrubio (Parte 1)
Cogíamos el autocar de línea en Moncloa a temprana hora del domingo porque después "comienza a apretar ‘el lorenzo’ y no hay dios que no llegue correandito", como decía mi padre refiriéndose al calor del mes de julio. El autobús casi lo llenábamos antes de salir: mis abuelos, mis tíos Manola y Pepe, mis primos segundos Maribel y Ramón, junto con su madre Pino, mi amigo Benito, mis padres, mi hermana y yo. Íbamos cargados como auténticos porteadores de la sabana africana con todo lo que podíamos necesitar para pasar un día en el río. Neveras cargadas con vino tinto, cerveza y agua, bolsas con el pan, tortillas de patatas, filetes empanados y pimientos verdes fritos, café puro en termos para que se conservara fresco, hamacas plegables, potingues a base de aceite de coco, crema aceitosa Nivea para después del sol o pomadas contra la picadura de las avispas. Los adultos no paraban de gritarnos a los niños y los niños no parábamos de gritar por todo enfebrecidos por la jornada venidera.
— Ramón, déjame de una jodia vez la nariz que te vas a sacar petróleo -decía a voces Pino dentro del habitáculo del autocar de línea.
— Anda Jesús, majo, encoge esas patas de galgo para hacer un hueco a la nevera verde. -decía mi madre haciendo que pusiera las piernas encima de la nevera entre asiento y asiento.
Una vez que veíamos las primeras casas de El Pardo, toda la chiquillería nos alborotábamos pensando que el fin del viaje estaba cerca. Efectivamente las casas bajas adosadas de Mingorrubio asomaban en minutos por las ventanillas del bus. Se desataba la euforia infantil.
— Aguantad los caballos, mozos, que el día es muy largo -decía mi abuelo tras una hamaca plegada.
— ¡Joer, Tanis! –prorrumpía mi abuela Upe dándole codazos a mi abuelo- Se les da un par de sopapos y se le deja más quietos y suaves que un guante.
Era inevitable la estampida cuando tocábamos tierra los niños. Nos deslizábamos por el terraplén enloquecidos sin parar hasta que llegábamos al ventorrillo.
— ¡Coged mesa a la sombra y ponéis las bolsas para que no nos la quiten! –vociferaba mi padre o mi abuela en lo alto del camino terroso que bajaba el terraplén y desembocaba en el río Manzanares.
Los hombres ayudaban a las mujeres para que no se escurrieran por el camino en pendiente mientras el sol les calentaba las espaldas.
El ventorro era un bar al aire libre donde "se admitían comidas y meriendas", es decir que podías ocupar las mesas siempre y cuando consumieras bebidas del establecimiento. Nuestra familia, como todas esas familias proletarias que disfrutaban del domingo junto al río, consumía las mínimas bebidas posibles para asegurarse la mesa o mesas ya que todo el mundo iba bien pertrechado de casa.
Nos despojábamos de la ropa y la colgábamos en los respaldos de las sillas ansiosos por meternos en el agua.
— Pero Benito, no dejes hecho un gurruño el pantalón corto que luego tu madre va a decir que si vienes de Fernando Poo –gruñía mi abuela, colocando el pantalón.
Algunas de las mujeres se colocaban el bañador en el mismo ventorro en un alarde de enmascaramiento complejo. Una cubría a otra con la toalla más grande a modo de telón, primero se ajustaba la parte baja del bañador, con lo cual la toalla sólo tapaba esa parte, y luego se subía la toalla para que se pusiera las hombreras y la parte que cubría su pecho. Era gracioso ver a la mujer que sujetaba la toalla, responsable máxima de que las vergüenzas de su compañera permanecieran escondidas, cómo se contorsionaba afanosamente, vigilando al tiempo la posible curiosidad del alrededor, subiendo y bajando el trozo de tela.
Por supuesto que eran bañadores femeninos de una sola pieza y que envolvían celosamente sexos y pechos, tal y cómo mandaba la Santa Madre Iglesia.
Llegaba el momento anhelado y los niños correteábamos hacia la orilla con los padres a nuestras espaldas cargados con alguna hamaca. Las mujeres se demoraban algo más enfrascadas en disponer adecuadamente las bolsas y neveras sobre las mesas del ventorro.
— Yo me quedo aquí, vosotras id al río y mojaros bien el culo que todavía sois jóvenes -solía decir mi abuela Upe colocándose en una silla del ventorro abanico en ristre.
El agua del Manzanares bajaba siempre medio turbia dejando ribetes blanquecinos en sus orillas. Las autoridades de aquellos años finales de los sesenta recomendaban, además de tener cuidado en dónde nos bañábamos, echar dos gotas de legía por litro de agua y dejarla reposar durante treinta minutos para hacerla más potable y evitar la enfermedad del cólera, que tuvo un repunte viral en el Madrid de aquellos años.
Pero lo cierto es que a los niños nos importaba bastante poco esas epidemias que tenían tan en vilo a los adultos. Cogíamos el balón y nos liábamos a darle patadas en la cuarta y media del caudal del Manzanares. Mi hermana y mi prima Maribel con su manía de coger renacuajos en una bolsa de plástico para, los que subsistían, llevarlos a casa y meterlos en una pequeña pecera hasta que se hacían asquerosas ranas. Daban grititos cada vez que atrapaban alguno a la vez que mi primo Ramón, Benito y yo jaleábamos paradas o goles que mi padre o mi tío Pepe nos lanzaban. El abuelo lo veía todo desde la orilla, estirado en la hamaca desplegada, entre el sueño y una condicionada vigilia.
El cielo era límpido, creíble, y el sol era benigno, claro. El calor se combatía con agua fresca, tinto con gaseosa y sombra oportuna. Se era pobre con optimismo y guasa así cómo se contemplaba el pasado con distancia prudencial y el futuro con ironía. Todo era como más de verdad.
En lo alto del primer talud, mediando entre la cima más alta donde se asentaba Mingorrubio, estaba el ventorrillo y a eso de las dos de la tarde la abuela, invariablemente, nos gritaba: "Ya he pedido las bebidas y la ensalada. Subid a comer qué vais a coger una insolación, repuñetas"
— Vamos marchando, madre, esté usted tranquila. -gritaba mi padre, poniendo las manos a los lados de la boca.