Paco Valero
Sobre la felicidad
Una amiga periodista que sabe que ando enredado con un encargo editorial sobre la felicidad me pide que escriba algo sobre el asunto. "¿No crees que lo necesitamos?", me pregunta. Desde luego, siempre va bien darle vueltas a la felicidad, y más cuando no cesa de llover a cántaros Hace poco incluso asistí a algo que me confirmó lo que dicen los científicos y expertos: el compromiso con la vida es un ingrediente básico de la felicidad.
Andaba yo por la Herrería con mi hija cuando vi llegar a la gente que se iba a manifestar contra el saqueo de las preferentes, cabreados, sin duda, como no puede ser de otra manera cuando te han robado los ahorros de tu vida, pero también motivados, chispeantes, contentos de verse rodeados de otros como ellos, dispuestos a conseguir que las cosas cambien. Seguro que si un neurocientífico hubiera escaneado sus cerebros hubiera visto ríos de serotonina y dopamina, los neurotransmisores que más condicionan el estado de ánimo, corriendo dentro de ellos. Las personas que estaban allí han dado un paso adelante para no perder el control de sus vidas, y esa es otra condición básica del bienestar.
Necesitamos saber que nuestro destino, aunque sea en parte, está en nuestras manos, que no somos unos peleles al azar de las circunstancias. Si bien eso últimamente nos cuesta verlo, porque no hay medida gubernamental del ámbito que sea que no se dé como un purgante inevitable. Es lo que toca, nos dicen con sonsonete fúnebre. Y esas palabras se abren paso en algunos de los circuitos cerebrales más profundos que tenemos: los del miedo, unas redes que son las mismas que nos predisponen al pesimismo y que se van fortaleciendo con la repetición. Una vez activado este sistema, domina a todos los demás, se impone a cualquier otra emoción o sentimiento. El miedo es tan poderoso que condiciona muchas conductas importantes, entre ellas la del aprendizaje social (aprendemos con mayor facilidad lo que tememos), las creencias acerca del mundo, los recuerdos, los prejuicios Es algo que bien saben la Iglesia y los poderes constituidos de todas las épocas, casi siempre en alegre compañía, y que ahora vuelven en comandita con una ley de educación que establece que creer en el espíritu santo o en la santísima trinidad (dicho sea con el mayor respeto a los creyentes) tiene el mismo peso académico que saber que existe un país que se llama Laos y que tiene por capital Vientián, o que en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Creencias y conocimientos en indiferenciada compañía. En fin.
Pero me desvío y alargo, y luego mi amiga periodista me lo reprocha: el asunto es la felicidad, y por eso me adentré en el miedo, porque cuando este impera, la otra desaparece. Y sin embargo, necesitamos el optimismo para sobrevivir, evolutivamente hablando, y por eso el cerebro tiene también una predisposición hacia él. ¿No lo cree? Las encuestas las serias, hechas por científicos sociales muestran que el 95% de los conductores se creen mejores que la media. Y la mayoría creemos que a nosotros no nos tocará un cáncer. Ese sesgo que aumenta las probabilidades de que nos ocurran cosas buenas y minimiza las probabilidades de las cosas malas es el que nos hace salir de casa cada día a cazar un diplodocus. Por eso, la mejor opción es ser un optimista realista o un pesimista razonable. Cada cosa en su justa medida.
Y desde luego no olvidar nunca lo que figura en la Constitución de Estados Unidos: el derecho a buscar la felicidad. No el derecho a tenerla (porque sería una tontería propia de un libro de autoayuda), sino a perseguirla. Por algo los que la redactaron no eran los fundamentalistas religiosos que algunos quieren hacer creer (me anticipo al comentario tonto: el lema "En Dios confiamos" que figura en los dólares se puso en 1957; el original era: E pluribus unum: "Uno hecho de varios"), sino ilustrados, hombres del siglo de las Luces, los mismos que tanto hicieron por separar en el ámbito público las creencias del conocimiento.
21.05.2013