Carlos Regojo Solla
De paternidad, tutoría y Abecrém
Junto a Carmen, sustituyo estos días la paternidad de una pareja afín que acaba de casarse y está de luna de miel. Carmen y yo afrontamos con experiencia, (P.O.) el cuidado de dos preadolescentes, hijos que los contrayentes aportan a la nueva familia que han quedado a nuestro cuidado. Como la vida sigue, los chicos no tienen más remedio que seguir yendo al cole y hacer sus deberes, lo cual me implica también en controlar este proceso, retomando mi aparcada y añorada vieja profesión de docente. El chico me muestra un control de matemáticas, monotemático, sobre escalas para que se lo firme, o me pide le explique algo sobre los sectores económicos para un control de Sociales que tendrá estos días. Es curioso y digno de elogio como estos niños que se incorporan a nuevas familias aceptan el nuevo estatus depositando su confianza en que la nueva situación "impuesta", que de seguro no fue de su agrado en un principio, sea válida y definitiva. Estos niños son sin duda los protagonistas de una nueva sociedad más abierta. Se les nota en sus argumentaciones y en sus respuestas. Uno anda con pies de plomo al tratarlos y ellos ,dentro del corsé que determina su temprana edad, te sorprenden por su naturalidad y aplomo aceptando la nueva realidad, realmente dificultosa, cuando menos al mismo nivel, sino mejor, que los propios adultos ante el momento nuevo del cual son, sin duda, sujetos agentes de primera categoría a los que no se les puede engañar y que obliga, sin duda alguna, a que los adultos mediten y resuelvan sus crisis sin caer en errores ya vividos. Los chicos, encantadores, tienen derecho, por tanto, a que los adultos que optan por esta formula parental contemplen mostrar seguridad y capacidad de renuncia a criterios personales en favor de la buena marcha familiar.
La chica, un curso superior, me comenta el tema que tiene estos días y que trata del conflicto que provocó la pérdida de nuestras posesiones en el norte de África y no me resisto a contarle una historia de la que fui protagonista durante mi estancia en mi querida Rusadir, que cuento también para todos los que lean este artículo, y que tiene como protagonista a un tercer chico, un morito llamado Abecrém que se acercaba a diario desde la villa fronteriza de Farhana a Rusadir, con su caja de limpiabotas para trabajar por las calles de Melilla, lustrando las botas de los militares que pasaban sus horas libres paseando por la parte vieja, tomando un té con menta o comprando alguna cosa en el mercado/zoco, para acabar cenando en cualquier bar un buen bistec, un par de huevos fritos con patatas o un simple bocadillo, acompañándose de un fino, o dos, o tres…, que levantaban la paletilla, antes de regresar a los acuartelamientos.
Yo, cuando podía en semana, bajaba a la ciudad desde mi Tabor que se encontraba cercano al paso fronterizo de Beni Ensar, a unos cuatro quilómetros del centro y, una vez en el casco viejo, solía acercarme al puerto donde, sobre todo en fin de semana, me pegaba unas zampadas de pescadito frito tremendas, regadas por un vino barato al que llamaban "Canchollas". En cierta ocasión el morillo en cuestión se me acercó y ofreció por primera vez su servicio de "limpia", que acepté. Mientras limpiaba mis botas, el pequeño moro hablaba y hablaba sin parar saltando de unos temas a otros. En un momento en que cambiaba el brillo a otro pie le pregunté por su nombre.
- Abecrém, me llamo A-be-crém – me dijo recalcando las silabas. Como se prolongaba en la faena, temiendo me pasara la factura del Gran Capitán, le insté a terminar el servicio diciéndole que, para mi gusto, las botas habían quedado impecables.
- Mira, mi primero- decía- que hoy está de servicio en la P.M. el Pantera (El Pantera y el Látigo eran dos cabos primeras procedentes de La Legión que estaban en la Policía Militar y que gozaban de fama de ser muy estrictos y arrestar, por un simple botón mal abrochado, a los soldados que no iban correctamente uniformados) -Deberías bajar de paisano -me dijo -ya sabes cómo es ése. No se le escapa una y, aunque tengáis la misma graduación, el lejia (apodo dado en Rusadir a los legionarios) te puede emplumar. Te voy a brillar la chapa -dijo sacando de una botellita un mejunje con el cual empapó un trapo para frotar éste en la chapa de mi cinturón -Debes cuidarte mi primero, licenciarte e irte para la Península que aquí no pintas nada.
Me encontré a Abecrém muchas veces y siempre lograba convencerme para dejarle limpiar mis botas, mientras me soltaba un discursillo acerca de nuestra presencia en Rusadir. Yo le dejaba hablar sin interrumpirle y terminaba dejándole una propinilla que él agradecía.
- ¡Que, mi primero!, ¿no tienes ganas de largarte de Marruecos? No deberían traeros aquí, te lo dice Abecrém -me espetaba a modo de despedida.
-Oye, "Abe", esto no es Marruecos - le respondía -Que te quede claro.
Un día coincidimos en el comercio de Nir un hebreo que tenía un bazar en el mercado y que, como español, estaba haciendo el servicio militar en mí mismo tabor (Melilla es un auténtico crisol de culturas). Le compraba a Nir un pequeño radio transistor rojo. Abecrem me dijo desde la puerta:
- Primero, yo te lo encuentro más barato. Ven
Ni que decir tiene que Nir se puso de un cabreo monumental y lo largo con cajas destempladas:
- Puñetero rifeño, por algo tienes el mismo nombre que aquel -dijo señalando el Gurugú. Entonces lo entendí. Abecrém era la pronunciación del nombre del rifeño, educado en Salamanca, más dañino en la pérdida de los territorios españoles en el norte de África llamado Abd-el-Krim. Aquel rapaz era, sin duda, un futuro caudillo para su pueblo. A saber, en cuantas batallas andaba metido.
La pequeña a quien conté esta historia tomó su tema de estudio con ganas y pasado un tiempo me lo redactó impecable. Seguramente pensó que su abuelo era un fantasioso; pero no.