Carlos Regojo Solla
Filomena, Julia y Josefa
Se cumple el ciclo y llueve fuerte, con agradecimiento, sobre una tierra ávida que desprende ese olor reconfortante de la sequedad rota. Llueve igualmente sobre tierras empapadas por las cuales el agua transcurre voluptuosa su exceso, anegándolo todo, retroalimentando el origen de las aguas vivas que no pararán hasta devolver agradecidas su caudal dulce a la mar para que ésta las sazone por milmillonésima vez y las vuelva al cielo. Así de sencillo, un "invento" simple que mantiene la vida conectando, como un sistema venoso, inicio y final. Un tema atractivo, fácil en su exposición, que cautiva a los escolares. Casi me atrevería a ponerlo como tema clave de observación al principio de cada curso para descubrir sensibilidades, a modo de Centro de Interés de un proyecto educativo del que partirían flora, fauna, consumo, ahorro, ecología…
- Profe -me dice Edu- ¡Qué bonito es el ciclo del agua!
- Verás, Edu, tú te parces a mí, me recuerdas la infancia y entenderás lo que te voy a contar.
Alrededor de los ríos, grandes, pequeños o simples riachuelos, la vida se enriquece para todos y para los niños adquiere tintes fantásticos de mundos nuevos por conocer y explorar donde pequeños palos, hojas de árbol o barquichuelos de papel corren cual bergantines en carreras improvisadas, sujetas a normas de aplicación puntual, de marcado carácter interesado, cuando las naves se atascan en las orillas o quedan presas de los remolinos:
- ¡Allí va el mío! ¡Mira, mira como corre!
- ¡El mío, va ganando!
- ¡Eeeh!, ¡no vale empujarlo!
No hay más que acercarse a uno de los mil -alguien se quedó corto- que transcurren por nuestra geografía para encontrar una historia con niños como protagonistas. Si los ríos son limpios, tienen libélulas y zapateros y truchas, y escalos que confundes con truchas, y salamandras amarillas, ranas verdes y anguilas de vientre blanco como la nieve que vienen a comer a tu mano cual palomas en el parque. Arenas limpias bajo aguas nítidas que tuercen el palo con el que hurgas bajo las piedras grandes que tienen las mujeres lavanderas a modo de tabla, para descubrir, con el efecto óptico, que las cosas nunca están en el sitio que les corresponde, (el agua dobla el palo como la luna te sigue cuando caminas en la noche y no se aparta de ti como tampoco lo hace la sombra que un día descubres, atónito, te pertenece). Martines pescadores, tocados por las hadas de su mismo tamaño, de colores verdeazulados, casi metalizados, tornasolados, puntualmente iridiscentes cuando cruzan en vuelo el rayo de luz que logra abrirse camino por un hueco entre el follaje y consigue llegar al agua; pajarillos veloces que otean, posados en los sauces que bordean las orillas, los movimientos del pequeño pez que mira contra corriente ignorante de su suerte por no haber sabido pasar desapercibido.
Un río, aunque solo sea un riachuelo, destaca en la distancia, incluso yendo oculto por la vegetación y no percibas el sonido de sus aguas en el recorrido; porque la naturaleza dibuja su trayecto sinuoso con verdes distintos en primavera y muestre diferente la gama de marrones y amarillos en la caducidad otoñal. Siempre lo descubres si sabes leerlo. Luego, al acercarte, está su rumor, su forma de hablar peregrina con conversaciones distintas a cada tramo, de muchedumbre en los rápidos, confesional en los remansos, campestre en la normalidad. Los abrevaderos de la fauna salvaje en la noche cuando los ojos centelleantes se aproximan necesitados y preventivos, los meandros de arena aurífera, sus saltos y cantos rodados, sus algas largas, verdes y filamentosas como cabellos lacios y despeinados movidos por el viento del agua, ondulando como cometas que no acaban de decidirse a volar seguras, el tacto de tus pies descalzos y ese aire de misterio en la zambullida fría que no refresca tu calor porque no lo tienes y solo te motiva la curiosidad, la pleitesía innata a la zambullida, la atracción del agua amniótica y la desobediencia a quien te prohíba acercarte a él.
El río se retiene y embalsa particularmente en su mitad, cuando llanea sin mucha fuerza, porque así lo quieren las mujeres, para hacer acopio de las aguas que acogerán las camisas de los señoritos de ciudad y las sábanas de lino de sus camas, extendidas y replegadas poco a poco en la lasca pegada a la banqueta de madera donde, en invierno, las manos rojas por el frío enjabonan para volver a empapar, una y otra vez, antes de ser retorcidas y puestas al clareo y adquirir esa blancura del lino que huele a frescura de cama limpia, a sol, como hacían de forma profesional Filomena, Julia, Josefa y tantas otras mujeres en aquellos inviernos en los que el agua humeaba su frialdad por entre los dedos de sus manos enrojecidas que gastaban tacos de jabón grandes como ladrillos de adobe. Sacrificadas mujeres como Filomena, Julia o Josefa que – y esto te lo oculto-, al inclinarse en el enjabonado, mostraban generosos escotes dentro de los cuales acompasaban el ritmo fértiles pechos blancos que cautivaban furtivas miradas de pequeños piratas dueños absolutos del río y sus secretos.
El río, los niños, las lavanderas, el tiempo que pasa, mis recuerdos … y vosotros recogiendo el relevo.