Kabalcanty
Una última guerra (Y parte 7ª)
Pasaron unas setenta y dos horas hasta que se despejó el nimbo blancuzco sobre la ciudad de Elíseo 3. Un terreno yermo, llovido de cenizas níveas, veteado de montones de escombros era lo que quedaba de la ciudad. Un ligero viento removía las cenizas arremolinándolas o arrastrándolas a su antojo. Una farola, doblada hasta casi tocar el suelo, era el único signo de que aquella tierra albergó algo más que destrucción. De restos humanos algún hueso, mondado hasta lucir, resurgía entre las cenizas como un islote náufrago.
Todo era silencio mecido por el viento hasta que fueron llegando los camiones góndola con los buldóceres SuperDozer D575-3 SD. Alguien, vestido con un equipo anti radiactivo Tychem F, fue haciendo descender a las gigantescas máquinas desde un control remoto manual. Había descendido desde uno de los camiones e iba colocando a las máquinas en hileras de tres frente al erial chamuscado. Desde su cabeza, cubierta con una fijación cuadrada en la que se insertaba una franja minúscula a la altura de los ojos, movía su intuido cuello con una maquinal agilidad; accionaba los mandos del control remoto con la rutina robótica.
Cuando agrupó a todos los buldóceres, los puso en marcha hacia los restos de la ciudad libre Elíseo 3. Las máquinas, enfebrecidas en una tarea precisa y rápida, amontonaban cenizas y escombros en montones colosales desprendiendo una polvareda cenicienta que se elevaba un cielo velado. A distancia, ese alguien manejaba con soltura el ritmo de las máquinas vigilando inconmovible las maniobras. No parecía pesarle el sol sobre su traje, ni la polvareda, ni el ruido infernal que levantaban los motores, impasible hacia su trabajo observando desde una quietud extrema.
Elíseo 3 se redujo a unas veintitantas montoneras que fueron asentándose del todo a medida que los buldóceres retornaban a los camiones góndola. Como una cordillera costrosa y nevada, lucían al cielo al tiempo que las máquinas ascendían a los camiones.
Minutos después llegaron por tierra los artefactos de ruedas de oruga y cuello telescópico. Los camiones góndola se marchaban portando los buldóceres y a quién los dirigió y la legión de artefactos se adentraba veloz hacia los montones rotando sus cuellos trescientos sesenta grados. Se detuvieron en seco frente a los montones al tiempo que unas lucecitas, al final de sus cuellos, parpadeaban variando entre el color ámbar y el rojo.
Una luz zigzagueante y fugaz brotó del cielo. Se detuvo un par de segundos sobre las montoneras, el tiempo suficiente para que los pequeños vehículos rodantes prendieran una luz verdosa al término de sus cuellos. Luego, el destello se perdió en el cielo zigzagueando igual que vino.
Un haz de luz anaranjada disparó a los montones desde los cabezales de los artilugios móviles. Se concentró el disparo luminoso varios segundos hasta que los cúmulos quedaron reducidos a un objeto de pequeñas dimensiones. Todo mermó hasta convertirse en una pequeña piedra de extraordinario brillo que, huérfana, refulgía donde antes estaban los montones. Su fulgor iridiscente bajo la luz solar hacía del páramo un espejismo embrujador.
Las máquinas rodantes se detuvieron un tiempo. Sus cuellos buscaban algo lejano que hallaron cuando, coincidentemente, viraron hacia la salida de lo que fue la ciudad libre Elíseo 3. El runrún de sus motores, suave, sigiloso, se fue perdiendo camino de las cimas de la sierra.
Desde el cielo, fabulosamente azul, el sol brillaba en lo más alto. Era mediodía cuando el erial que albergó a Elíseo 3 irradiaba coloridos destellos en el más absoluto silencio y abandono. El débil viento movía algún rastro de evadida ceniza y lo rodaba hasta el confín del páramo inacabable. Al norte se elevaban los picos de la sierra y a sus pies una cicatriz casi imperceptible que alojó a las trincheras del frente.
Mutismo, profiláctica destrucción, calma, esmerado olvido, y una gastada boquilla de pipa entre la tierra compactada por las palas de los buldóceres.