Kabalcanty
Una última guerra (Parte 1ª)
El que hacía de líder del grupo, al que todos llamaban "capitán", aunque no poseía ningún rango militar, iba al frente con sus dos hombres de confianza. Estaban sudorosos, sucios, fatigados, pero no cesaban su paso firme y raudo en la senda ascendente. Detrás de ellos, en el grupo abigarrado, niños, mujeres y ancianos, se entremezclaban con hombres y mujeres armados que arrastraban el mismo cansancio que los que iban adelante. En el grupo, ocasionalmente y como estímulo para seguir andando, se entonaba una copla del poeta Ernesto Tarazona; sonaba débil, sobre todo en boca de los más viejos, sin embargo hacia sonreír y levantar la cabeza a los niños y jóvenes.
Al atardecer, pasada la cumbre del séptimo pico, encontraron un valle muy apropiado para pasar la noche. El sol inclemente, ardiente hasta que se desvanecía tras el horizonte, retornaba la conversación al grupo con su ocultamiento; parecía que el aire y la alegría volvían al pecho de las gentes.
— Recojamos leña mientras ellos se acomodan ¿os parece?
Les dijo el capitán a los dos hombres, quienes asintieron en silencio.
Hicieron una buena fogata y el grupo se colocó alrededor dando bocados a panes blancos. Estaban sentados moviendo sus mandíbulas mientras el calor del fuego les tiznaba la cara de barniz rojizo.
— Si todo va bien, llegaremos en menos de un día –dijo el capitán en voz alta.
Todos cesaron sus murmullos y miraron al hombre con atención.
— Cuando abandonemos la sierra, en el llano, iremos hacia el oeste hasta llegar a Elíseo 3. Allí estaremos seguros, nos hemos hecho fuertes en esa zona, compañeros.
"Un brindis por Elíseo 3", tronó una voz.
Todos alzaron sus cantimploras y bebieron agua como si fuera champán.
Luego, poco a poco, al tiempo que la hoguera agonizaba, se fueron enrollando entre mantas al resguardo de las rocas. Algún llanto de bebé se mezclaba con los gozosos gemidos de las parejas de jóvenes que, más alejados del grupo, descargaban su adrenalina con cópulas fogosas.
El capitán se sentó en lo alto de una agrupación rocosa para liarse un cigarrillo. Aspiró el humo centrándose en el gajo de la luna que colgaba entre las estrellas.
— Está bonita la noche, Lorenzo.
Apareció uno de los hombres que caminaba al frente con el capitán; el otro iba a su espalda disfrutando de una pipa.
Se sentaron junto a Lorenzo, el capitán.
— Una noche hermosa -dijo el capitán evocador- como espero que sea mañana.
Uno tras otro chascaron la lengua y callaron.
— ¿Y ese silencio? -preguntó el capitán volviéndose hacia ellos.
Aunque se prolongó la reserva, el hombre de la pipa habló.
— Desde que cayó Acracia Omega nos preocupa mucho el futuro, Lorenzo. Nadie es tan idiota para no saber a estas alturas que los contras han ganado terreno; ellos tienen la fuerza de las armas y la ayuda solapada de China. Además, tú lo sabes de sobra.
El meollo de la pipa refulgió bajo su nariz tras su chupada.
"Y tan verdad, carajo", apostilló el otro hombre.
El capitán desvió su atención hacia una pareja que, escondida entre unos matorrales, lucía su desnudez entre acallados suspiros.
— Defendemos la vida, compañeros -dijo, señalando a los amantes- Nuestra misión inquebrantable es convencer que la victoria es posible por muchos inconvenientes que haya. Esta es una guerra que, por vez primera, han empezado los pobres y que, por primera vez, hemos de ganarla. Nos haremos fuertes en la franja oeste y avanzaremos, ya lo veréis. Además de otra cosa: nos apoyarán los grupos migratorios fronterizos, esos han ganado ciudades como Lyon, Toulouse o Montpellier. ¡Ese ánimo, compañeros!
Al día siguiente continuaron la marcha antes de que calentara el sol. Se agruparon en tres columnas y anduvieron a un paso vivo hasta que el calor hizo mella. En el llano la temperatura era mucho más elevada que en el camino de la sierra; lo escarpado de la marcha de días atrás, ahora se apreciaba más llevadera en comparación con los grados que soportaba el grupo. Los jóvenes improvisaron camillas, con las mantas atadas a gruesas ramas de níspero, y acarreaban a los ancianos fatigados y a las madres con sus bebés. El sol fundía sus pieles con bronceados forzosos que hacían brillar los rostros. Todos se cubrían las cabezas con variopintos gorros que resaltaban lo negruzco de sus facciones.
Un extenso erial se abrió ante sus ojos. Se escuchó algún lamento y maldición por lo que prometía aquella amplitud asoladora.
Lorenzo hizo un ademán para que el grupo se detuviera. Con la mirada buscó la compañía de sus dos hombres de confianza y se adelantaron unos metros.
— Subamos a aquella tapia. –dijo resuelto.
Fueron hasta el muro derruido de lo que fue una casa de labor y se encaramaron los tres.
— ¿Veis cómo más allá del secano se barrunta una franja oscura? -dijo el capitán señalando la lejanía- ¿Lo veis?
Los dos hombres acabaron afirmando dubitativos.
— Eso es Elíseo 3. Y allí lo sitúa el plano perfectamente.
Les dijo, desplegando un sobado plano.
Bajaron del murete y al llegar junto a los demás el capitán se adelantó.
— Este el último tirón, compañeros, esta noche dormiremos en Elíseo 3.
Poco a poco, el grupo fue animándose en un rumor creciente hasta romper en vítores exaltados.
Continuaron la marcha con más brío, con una fe que fluctuaba al fondo del terreno baldío como el contorno de una llama.