Kabalcanty
Un evento con flores y nata (Y parte tercera)
Pasó entre los arriates con flores multicolores, agrupadas en perfectas hileras según su tonalidad, entre copas abandonadas y botellas a medio vaciar. Algunos invitados trataban de camuflarse entre la vegetación mientras gemían acaloradamente o esnifaban sobre una servilleta. Santi Ulloa, sin mirarlos, andaba su paso dudoso concentrado en la dificultad de colocar el pitillo entre los labios. Estaba bastante borracho (la cabeza pesada, el cuerpo liviano, la mirada espesa) por lo que la brisa primaveral de la madrugada le aliviaba en parte. Tropezó con los pies de Lucas, tumbado entre un nutrido grupo de verbenas, al que logró reconocer por sus pronunciadas patillas de bandolero decimonónico. Él yacía con la boca abierta como boquerón en red y, a su lado, la mujer negra impresionante, medio desnuda, le quitaba el Rolex de la muñeca con dificultad.
— Soy Donna de Ricci -dijo a media lengua la mulata, deteniendo su afán- y Lucas me va a dar un papel en su "Tess". No me tome usted por nada más.
Santi se encogió de hombros y siguió adelante saludándola con una bufonesca inclinación de cabeza.
Antes de llegar a la tapia que limitaba la finca, le salió al paso Braulio Romero. Estaba descamisado, con el labio superior manchado de blanco, balanceándose en el tronco de un chopo al que inútilmente trataba de enlazar con su brazo. Tras de él, Santi vislumbró el rostro de Isabela Vergara, una actriz en ascenso. La mujer se parapetó tras el cuerpo inestable de Braulio ocultando su pecho desnudo.
— Sabes lo que te digo a ti, quién coño seas: -dijo Braulio señalándole con un dedo inconstante- que todos los artistas están podridos. El arte no es más que una puta invención para explicarse una vida sin sentido. Una chufla, una mentira podrida -mientras hablaba le venían arcadas que controlaba echando el cuerpo hacia delante y hacia atrás- Todos, todos estos hipócritas que andan por aquí no son más que sirvientes de la charlotada artística. Tú serás uno de ellos, ¿no? Estúpidos reunidos en el culto a un puto ego que creen por encima del todo. Tú me comprendes, ¿verdad, cariño? -le dijo a ella tocándole la mano- Todos están repletos de vacío y se empeñan, los muy hijos de puta, en engañarnos con sus novelas, sus poemas, sus esculturas, sus lienzos…… y con la madre que les parió a todos.
Braulio Romero era un crítico literario tan despiadado y famoso como temido en las altas esferas de la cultura nacional; si se le atravesabas en la mirada más vale que te dedicaras a cualquier otra cosa que no se relacionara con las artes.
— Me gustó la columna que dedicaste a la peli coreana "Burning".
Braulio intentó mirar a Santi pero su cabeza le pesó tanto que hincó su barbilla en el pecho. "Gracias, quién coño seas", balbució colgando del tronco del chopo.
Al llegar a la linde de la parcela, escudriñó cómo la oscuridad iba perdiendo fuerza encima del macizo de la ciudad. Las puntas de la sierra, a la izquierda, denotaban una claridad furtiva que la urbe se negaba todavía a reconocer. Se descalzó para sentarse encima de un banco de madera rústica que se alzaba ante un parterre alfombrado de césped y margaritas. La Luna, en cuarto menguante, iluminaba con su tibieza las zonas oscuras que no alumbraban los farolillos del jardín. Escuchó entremezclado, aturdida su cabeza con corcho y paja, el ruido del motor del algún camión rodando por la A-6 y el eco de la música "ambient" que llegaba desde la casa.
Rebuscó el paquete de cigarrillos y tomó uno, arrugando torpemente la embocadura. Como le ocurrió antes, aborrecía fumar en ese momento pero encendió otro.
Lanzaba bocanadas de humo gríseo hacia el cielo y eso le procuró una hilaridad que terminó en una tos seca que le dobló en dos. "Maldita sea mi estampa", musitó cuando se calmó. Luego se irguió sobre el banco para apoyar su barbilla encima de las manos que hacían puente entre sus rodillas.
Con la bebida, con el whisky en concreto, le pasaba igual que con el tabaco: aborrecía beber pero terminaba bebiendo como una esponja. Una copa, otra y otra y, casi seguro, que otra y otra. El fin, se decía esas veces que, como esta, sentía el alcohol minando su cuerpo de casi sesenta años. Pero miraba alrededor, se detenía en la vida suya y las de los demás y no veía motivos para dejar esa adicción. Le hubiera gustado sentirse cerca de esa felicidad barata que gastan muchos esperando un buen fin de semana, un polvo sabatino, una buena película y una cena, una reunión de amigos, familiares, vecinos, una barbacoa, unos hijos que te reivindicaran, tal vez un amor para desentumecerse... Sin embargo, Santiago Ulloa no tenía cabida para esos entretenimientos, le aburrían, le asqueaban, le sobraban.
¿Entonces qué? Era la pregunta que venía después, y entonces bebía y fumaba y fumaba y bebía. El mundo de oropel que le servía de profesión tampoco le parecía lo mejor y, sin embargo, ya era demasiado tarde para cambiar de rol. En la vida se escoge un camino y, en parte, es lo casual lo que te empuja hacia adelante. Te paras y te arrastra. Cambias y vuelves a ser presa de una pendiente que te arroja irrefutablemente contra lo que no tenías previsto. Y lo asumes. ¿Entonces qué?
Esa pregunta insustancial volvió a la cabeza de Santi. Sus manos aguantaban su frente sudorosa de beodo y su estómago se revolvía entre agriados sándwiches de paté y calcinante Cardhu Gold Reserve.
En la lejanía, la dentadura serrana tornaba su espalda en rojo pintando el cielo cada vez más azul cobalto. Se escuchaban más motores rasgando la vida mientras en el confín de la ciudad las ventanitas de los edificios altos brillaban una detrás de otra.
Santi Ulloa terminó dejándose caer en el banco, soñoliento, ebrio, húmedos los bajos de su pantalón tras su paso por el jardín.
El cuarto menguante de la Luna era engullida, al fin, por el cielo raso que techaba el fin de fiesta.