Manuel Pérez Lourido
Mortal y rosa
He decidido titular así esta columna como un modo de avisar claramente de las intenciones de la misma. Si está siguiendo esta líneas, amiga lectora, o bien compartimos admiración por el maravilloso libro de Francisco Umbral, o la antítetica combinación del título (procedente de un verso de Pedro Salinas) le ha cautivado o simplemente le ha podido la curiosidad.
Mi devoción por Umbral es una especie de fiebre apagada que sufre recidivas con el paso del tiempo, especialmente cuando caen en mis manos algunas páginas de este libro imparable que le fue dictado por el dolor. El de perder a Pincho (Francisco), su hijo de tan solo cinco años de edad, por culpa de una leucemia.
No es habitual leer hoy a Umbral, no es un autor de moda. Leo que tampoco tienen demanda Cela o Torrente Ballester. No es de extrañar, no tienen ya el favor de la actualidad. Retirados los focos, su sombra extraordinaria se ha mudado al ámbito donde los consagrados son confundidos en el cielo apagado de la ignorancia.
No sé si he dicho ya que el propósito del presente texto, la diana a la que punta esta dicción entrecortada, es recomendar encarecidamente la lectura de Mortal y rosa, un libro sin parangón en la literatura española. Lo es por su prosa certera y hermosa, hasta el punto de sobrecogernos. Mezclando lo personal con la actualidad de aquel momento, Umbral cose su herida con puntadas morosas y frases catedralicias. Solo el Alfanhuí de Fersolio y Platero y yo del poeta de Moguer lograron poner en pie una obra de similar vocación lírica en prosa. Híbrido de diario, libro de memorias, monólogo, aquel periodista que comenzó a escribir en El Norte de Castilla, apadrinado por Miguel Delibes, enhebra en estas páginas su pasión por la escritura, su pasión por la vida y su desolación ante la pérdida.
Vi a Umbral en una ocasión, iba yo calle Chariño abajo y él calle Chariño arriba, procedente del Parador de Turismo, envuelto en su apretado gabán, el cuello ceñido por la icónica bufanda. Pasó por mi lado como un gigante y me volví para ver como se alejaba. Para ver como la distancia lo empequeñecía, pero no fue así. Cuando lo perdí de vista mantenía intacta su talla y supe enseguida que aquello era una metáfora que me regalaba la noche. (Uno es también poeta, a ratos).
Francisco Alejandro Pérez Martínez fue hijo de madre soltera y la ausencia del padre se volvió capicúa con la del hijo. Esas dos pérdidas marcaron su vida con soledad y tristeza, de esas que se llevan tan adentro que forman parte de todo lo que uno toca.
Fue también Umbral el autor de un personaje, Paco Umbral, que terminó por confundirse con él mismo, como tantas veces ocurre. Un personaje bronco y solemne, con una soberbia sarcástica y distante. La paseó por las tertulias del café Gijón, adónde le llevaron Pepe Nieto y Cela (este último responsable de la publicación de sus primeros libros).
Fue, en todo caso, un escritor de raza, un apasionado de la escritura. Creador de un estilo envidiado e imitado hasta la saciedad, sus columnas eran eso, verdaderas columnas de un hipotético edificio literario.
Suelen citarse con abundancia los textos sobre los que se escribe con ánimo laudatorio, y no digamos aquellos que son objeto de escarnio. Sin embargo, dejaremos para la línea final una única frase de Mortal y rosa. Aquella en la que el autor confiesa: "Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú".
Es importante señalar que Umbral fue hijo de madre soltera. Un niño de salud endeble que apenas pudo ir al colegio. Autodidacta, se tuvo que hacer a sí mismo. El riego sentimental del que se alimenta el escritor es el de una infancia velada y solitaria, con un padre ausente y una vertebración familiar mínima que tiene que soportar el peso de un secreto inconfesable. Todo ello en un marco social y económico de la España de postguerra. Estas circunstancias contribuyeron a que al niño que fue Umbral se le abrieran de par en par las puertas de la saudade. A eso, la literatura ayudó. Cuenta que, para escribir sus primeros textos, volvía al banco en el que trabajaba de botones cuando todos los empleados se habían ido, y allí tecleaba cuentos, elucubraciones, los primeros balbuceos de columnas, poemas. Es una vivencia real, también es una imagen clara y romántica del niño construyendo al escritor.
El estilo es su navaja perfecta. Un estilo que siempre ha tenido dos lecturas. Muchos lo han alabado, otros tantos lo han denostado. «Literatura de sonajero», lo llamó Juan Marsé. Un artista con el carácter de Umbral no estaba hecho para salir a la calle con una prosa gris y funcionarial. El estilo es fondo y forma. La manera en la que el escritor se pasea por la vid
Juan Marsé, al que admiro por la eficacia de su prosa, puede poner en pie un gran edificio con ella, pero no erigir una catedral, como hacía Umbral. A los libros de Umbral se puede acudir a rezar, al cobijo de un frondosa arquitectura, de la hermosura en pie.
La imagen pública que ha proyectado Francisco Umbral a lo largo de los años ha engullido su literatura. El personaje que esculpió ha puesto un velo sobre su obra. Hoy día, muchos lectores tienen en la retina la imagen de un Umbral rancio, bronco y solemne. ¿Castizo? En el club de lectura que mencionaba al principio hubo catorce mujeres. Ninguna de ellas había leído con anterioridad nada del escritor.
Francisco Alejandro Pérez Martínez,
Umbral comenzó a dar el do de pecho en El Norte de Castilla, apadrinado por Miguel Delibes.
En esa época vivía en la calle Juan Ramón Jiménez y pasaba largas tardes en el Café Gijón. "Se sentaba con los poetas, porque eso era él. Con los artistas", asegura Llorente. A ese círculo entró gracias a José García Nieto y a Camilo José Cela, por el que logró publicar sus primeros libros.