Jesús Iglesias
Salas de espera
Las salas de espera del centro de salud de A Parda suponen un caudal de ilimitada inspiración para el columnismo gallego. Escritores en busca de iluminación, venas artísticas estancadas y creadores de opinión sin musa podrían encontrar en los purgatorios de la medicina familiar el sustrato de crispación necesario para narrar los bajos fondos de nuestra sociedad. La riqueza de estímulos es allí tan basta que, cada vez que se me obstruye el ingenio (algo plausible en una ciudad sin oficio ni beneficio cultural), pido cita para charlar un rato con mi médico de cabecera y, de paso, cotejar los progresos de mi colesterol malo. Intuyo que la mayoría de los supuestos pacientes deben de ser también de la profesión (la de escritor, digo) y acuden al galeno para describirle detalladamente las desventuras de la vida, algo que concluyo de la puntualidad canaria con la que mi doctor me hace entrar en su consulta. No obstante, lejos de perder la paciencia ante la inexcusable hora de espera que me aguarda en cada visita, agradezco el soplo de aire fresco que esa demora significa para mi numen literario.
Los pacientes que me suelo encontrar allí apostados constituyen un preciso retrato costumbrista de la Pontevedra millennial (idéntica ideológica e intelectualmente a la de hace cuatro décadas), una especie de puesta en escena teatral en la que aparecen representados los más apáticos y comunes vicios de la humanidad. Un cuadro de desfigurados rostros (de Francisco de Goya o de Francis Bacon, según la climatología) que observan con el recelo de un mafioso calabrés mi irrupción en la sala de espera. La mayoría de ellos suele negarme el saludo y, lo cierto, es que prefiero que lo hagan, porque cuando me lo conceden, o responden en frecuencias cercanas al ultrasonido o lo hacen con un tono tan malhumorado que parece impertinarles mi despliegue de buenos modales. Sospecho que algunos utilizan la clásica 'retranca' gallega para escupir su amargura y me interpelan así, como si les debiese dinero desde hace años, para que capte con claridad la ironía: "¡Buenos días!" ("Sí, sí, buenos días las pelotas", quieren decir).
Una vez que mi presencia ya ha sido aceptada entre la comunidad de 'im-pacientes', apostados en hileras de sillas de madera y con sus inquietas y vehementes miradas siempre fijas en las puertas de las consultas, comienza el clásico recital (o recital clásico) de mala educación. Un festival de incivilidad, faltas de respeto y ausencia de empatía que las nuevas tecnologías han contribuido además a exacerbar. Para muchos, la puesta en funcionamiento de sistemas electrónicos que indican el número de turno, tanto en el supermercado como en el centro de salud, ha supuesto un golpe bajo a sus gamberras costumbres. Con lo bien que nos iba a todos cuando existía la posibilidad de ser groseros y de colarnos, ¿a quién se le ha ocurrido implantar un método justo y exacto, que nos obliga a tener educación y a quedarnos aguardando hasta que, efectivamente, llega nuestro turno? ¿Qué vamos a hacer ahora con el típico listo que, primero, empezaba a protestar por la tardanza del médico, después preguntaba a otros pacientes por su número (como si el doctor se hubiese olvidado de llamarle justo a él) y, finalmente, a pesar de que ya había corroborado que otras personas estaban por delante, golpeaba la puerta del galeno con toda la jeta para intentar colarse?
A pesar de que el nuevo sistema extingue la picaresca y deja muy poco margen a los enemigos de la educación, al otorgar un código alfanumérico de comprensión inexcusable, todavía hay quien, como sucede en el supermercado, se resiste a entrar en este universo del respeto por el prójimo. Sin ir más lejos, en una reciente visita al médico, una señora comenzó a revolverse en su silla nerviosa, anunciando que su letra no salía y que ella tenía el 'B35', mientras que la pantalla indicaba el 'D35'. Como era de esperar, la mujer se giró hacia mí en cuanto tuvo la oportunidad de cruzar su mirada con la mía y me confesó su primera conclusión: "Debe de funcionar mal". A pesar de que fui todo lo cortés que me salió y le expliqué que si aún no había visto el 'B35' en la pantalla era porque el último en entrar había sido el 'B29', la atribulada paciente no se quedó convencida y fue a preguntar igualmente a su doctor. El médico habló en nombre de todo el sistema educativo europeo al contestarle: "Le llamaré cuando el número que tiene en su mano coincida con el que aparece en la pantalla".
Su respuesta fue tan nítida y necesaria como la que un día le di a otra señora que, en la charcutería del supermercado y tras retirar el ticket con su número de turno correspondiente, inquirió: "¿Quién es el último?". "¡Usted!", repliqué en representación de los otros dos clientes. Si ha recogido un papel en el que le indican que tiene el '69', el charcutero está atendiendo al '66' y hay otras dos personas delante, ¿qué le importará a usted quién es el último? Póngase usted a la cola, como se hace en los países culturalmente desarrollados, y aguarde detrás de los que ya están allí, porque ellos han llegado antes y, salvo que les solicite cortesmente que la dejen pasar porque tiene un poco de prisa (cosa que es incapaz de hacer porque carece de la instrucción para ello), mejor permanezca en silencio. Por otra parte, ponerse cerca de esos que están delante de usted en un intento de meter presión o de comprobar si puede pasar antes, no es un acto de 'pillería', sino de llana y rasa mala educación.
Pero si existe una tecnología que ha desnudado completamente las carencias y zafiedades de la sociedad esa es, sin lugar a ningún género de duda, la telefonía móvil. Sirva como ejemplo mi última visita al centro de salud de A Parda. En el transcurso de mi habitual hora de espera, una mujer se dedicó a chatear con una velocidad de pulsación que dejaría en ridículo a cualquier tramitador procesal, algo que puedo afirmar, no porque la estuviese observando, sino porque estaba a mi lado y el sonido de las notificaciones de whatsapp parecía estar más amplificado que las guitarras de Extremoduro. Se hubiese llevado el galardón a la maleducada de la jornada de no ser por la aparición en escena de un varón de unos 50 años que, espero, debió acudir a la consulta por un grave déficit auditivo: el volumen de los interminables vídeos que mostró a su acompañante me recordó al de los altavoces de la extinta discoteca Carabás. Por supuesto, ninguno de los que tienen la obligación de recordarle las normas de convivencia apareció para recriminarle su molesta chabacanería. Al abandonar el edificio sanitario cometí también el error de sostener la puerta a una señora para que pasase. Ella se limitó a observarme fijamente como quien mira a un zulú por primera vez y se dejó el 'gracias' guardado para cuando le vengan las ganas. Me fui, eso sí, con una receta de Omeprazol y una nueva columna.