Jesús Iglesias
La comunidad
A la presidenta de la comunidad de propietarios en la que resido se le ocurrió hace un par de semanas cometer un acto de provocación y altanería que dejó desorientado a más de un vecino. Su perro, de cuya existencia no teníamos ni siquiera constancia, había resultado herido en una finca de su posesión, lo que derivó en una herida de veinte puntos de sutura para el malogrado animal. Saltándose todos los protocolos de una ciudad en la que el respeto por el prójimo es tan insólito como la amabilidad, a la dueña del can no se le pasó por la cabeza mayor aberración que la de situar dos notas informativas en el ascensor y en el hall de acceso al bloque de viviendas. El contenido de los escritos era sin duda tan insondable para los atribulados residentes como una película de Jonas Mekas. Para algunos, literalmente, lo nunca visto. En resumen, a la mujer, a la que ya se le perdonaban determinadas rarezas como saludar siempre con una sonrisa o charlar de forma amigable con otros congéneres, decidió esta vez explicar a la comunidad el percance que había sufrido su perro y su decisión de traerlo a su piso durante el período de convalecencia para que pudiese recuperarse adecuadamente. En un ataque de imperdonable soberbia, nuestra presidenta hizo pleno ejercicio de su educación y buenos modales y se atrevió a agradecernos "la paciencia" y a pedirnos que le disculpásemos "todas las molestias".
Aunque tanto mi pareja como yo conocíamos de antemano las extrañas formas empleadas por la máxima dirigente vecinal, pues en una ocasión tuvo la desfachatez de ofrecernos su refrigerador para meter la comida durante una avería eléctrica en nuestra casa, sabíamos de sobra que la afrenta no iba a pasar desapercibida. Desde luego no para ese vecino con el que ambos nos cruzamos en el ascensor cada día antes de ir al trabajo y cuyo saludo se propaga a veces de un modo tan efímero en el espacio que me parece incluso no llegar a escucharlo. El inquilino en cuestión tardó solo un par de segundos en fruncir el ceño tras leer la nota de la presidenta y, en la primera y única charla que ha mantenido con nosotros hasta la fecha, no pudo reprimir su desasosiego e inquirió: "Qué extraño, ¿no?". A pesar de que ya sabía de sobra a lo que se refería y de la retórica que flotaba en el aire, entré al trapo sin disimular ni un ápice el sarcasmo con el que afronto los madrugones de los lunes y le respondí con una de esas fórmulas tan propias de la tierra: "¿El qué?". Como era también de esperar, no habiendo captado la sorna de la entonación, el muchacho desnudó los motivos de su desconcierto: "Qué raro que ponga ese cartel para avisar sobre el perro, ¿no? No sé por qué motivo lo habrá puesto. ¿A quién iba a molestar el perro?".
El turbado vecino ni siquiera llegó a percibir la exhalación que se filtró en forma de vapor entre las grietas de mis ojeras. Él desconoce el significado de la cortesía, la empatía y el respeto por los demás y yo no esperaba escuchar la primera estupidez del día tan temprano. En cualquier caso, no pude evitar ser insolentemente honesto: "¿Los perros? Sin duda mucho mejores personas que la mayor parte de la gente que he conocido. Y sí, nuestra presidenta tiene la virtud de la educación". Admito que en el tono irónico de la contestación subyacía una tenue esperanza de que se comprendiese la pertinencia de los buenos modales extendidos por la autora del escrito hacia sus convecinos. Sin embargo, predicar corrección, deferencia y gentileza en una sociedad tan enferma de incultura y mala educación como la nuestra resulta igual de estéril que pedir trascendencia a una persona que rechaza los argumentos de razón. Para alguien como yo, amante de los perros hasta la médula, la nota informativa redactada por la presidenta de la comunidad es una acción de cortesía casi imperativa. Lo ‘normal’ es que a todos se nos ocurriese preguntarnos si, en el marco de una convivencia cívica, podríamos causar alguna molestia al resto de seres humanos. E incluso estando convencidos de que no será así, resulta elegante preguntarlo. Para mis vecinos (y hablo en plural porque me consta que la efeméride ha causado perplejidad en bastantes residentes), el trato de respeto extendido por la dueña del perro es algo casi insólito.
No me quiero ni imaginar los comentarios que se podrían generar en el seno de la comunidad si alguno de sus miembros descubre que, en uno de los episodios más enigmáticos que me han acontecido últimamente, un afable y atento vecino ha timbrado a mi puerta hasta en un par de ocasiones para regalarme mandarinas y kiwis de su finca. Por si la coyuntura no fuese ya lo suficientemente extraordinaria en esta ciudad, se trata de una persona que siempre da los buenos días con una sonrisa de oreja a oreja, trata de resultar agradable con los demás, abre la puerta para dejar paso, da las gracias cuando se la sostienes y te desea que tengas una buena jornada al marcharse. Es decir, la integridad y el modo de actuar que deberían esperarse de cualquier ser humano normal en un entorno social civilizado. En el paleto paraíso de la mediocridad que nos ha tocado padecer, este señor supone un error del sistema. Como siga por esos mismos derroteros de amabilidad, no sería de extrañar que, en mi próximo viaje al garaje, escuche alguna crítica hacia "el rarito ese que va de educado y sonriente". La apología de la zafiedad y el complejo de inferioridad son monedas de uso común para los que desconocen el respeto, la cultura y la gentileza.