Jesús Iglesias
Hipócritas
Tenía todos los ingredientes para que las televisiones desplegasen su hedionda maquinaria de captación de masas: la épica de un rescate en directo contado a contrarreloj, ciudadanos anónimos convertidos en héroes por unos días y la posibilidad de apelar a la empatía de la proximidad y a una solidaridad tan efímera como hipócrita. Una noticia rebosante de esa narrativa de la tensión dramática que tanto 'pone' a los impúdicos cazadores de audiencias y que, a pesar de repetir las más simples fórmulas del amarillismo (las que ya hemos padecido en las infames coberturas del asesinato de Miguel Ángel Blanco, la persecución de OJ Simpson, el atentado de las Torres Gemelas…), ha logrado inflamar una vez las básicas emociones de la ciudadanía más manipulable de la historia de la humanidad. La indecente crónica del rescate de Julen ha sido el retrato de una farisaica sociedad que, en una epopeya de necedad, se atreve ahora a aplaudir con el mismo fervor que si de futbolistas se tratase a unos mineros a los que, hace no demasiado tiempo, tildaba prácticamente de mercenarios por defender sus derechos laborales tras las barricadas. "¡Ellos son la marca España!", gritan. La marca España es la hipocresía.
Sumidos en la vorágine de estereotipos de su ideología (término que me resisto a utilizar con formas de pensamiento que brotan de los resortes más recónditos del cerebro reptiliano), los que ahora ponen capa a los miembros del equipo de salvamento son los mismos que ni se inmutan cuando ven a otro ser humano dormir entre cartones en el cajero de una sucursal bancaria. Los que cambian de canal cuando las televisiones desinforman sobre los niños bombardeados en las masacres de Siria y Palestina. Los que piden el Premio Princesa de Asturias para los mineros, pero se vuelven amnésicos ante la misión humanitaria que realiza sin descanso en aguas del Mediterráneo el Proactiva Open Arms para tratar de rescatar a niños que, como Julen, también tienen nombre. Los que jamás han derramado una lágrima ante una realidad infectada de desahucios, asesinatos machistas, racismo, xenofobia, insolidaridad, infamia colectiva, injusticia, olvido. Los adictos al 'gossip' barato de máxima audiencia, instrumentalizados hasta la médula por unos partidos que, mucho antes de que se crease Vox, ya amparaban al fascismo en sus filas. Los votantes de un país con portavoces como un Juan José Cortés, capaz de tocar los fondos abisales de la inconsciencia y pronunciar la más baja de las aberraciones: "Julen, desde el pozo tan oscuro donde estás metido, el PP y España entera están contigo". Igual de oscuro y profundo que su juicio, su ética y sus capacidades intelectuales, señor Cortés.
El trabajo de los mineros y los equipos de rescate (el de todos, y no solo el de los que participaron en la recuperación del cuerpo de Julen) es desde luego digno de ovacionar, como también lo es, al menos en mi opinión, el de los médicos que salvan vidas cada día; el de los profesionales que cuidan de las personas en riesgo de exclusión social y pobreza, o el de los voluntarios que socorren a los olvidados del universo al pie de la valla de Melilla. Su labor es tan imprescindible para una sociedad como la transmisión de valores y educación por parte de un profesor o los avances en la detección contra el cáncer desarrollados por un investigador en un laboratorio. En muchos casos, como en este, su propia profesión conlleva riesgos inherentes que, por supuesto, pueden recibir toda nuestra admiración. No obstante, al margen de no compartir esa candidatura al Premio Princesa de Asturias que algunos defienden (resulta muy poco icónico recibir un galardón inspirado en el nombre de una mujer que se lleva un pastón por no rascar bola), lo que me resultaría digno de mención es que se hubiese dejado a Julen yacer en el fondo del pozo sin hacer nada. Habiendo personas especializadas en este tipo de rescates, algunas de las cuales han opositado y cobran un salario por llevar a cabo su labor, lo alucinante sería precisamente que nadie hubiese bajado hasta allí para recuperar al niño. Reitero: una actuación impecable y de gran valor por su parte, pero no más heroicas que las intervenciones quirúrgicas que realizan rutinariamente algunos médicos en hospitales bombardeados.
En cualquier caso, con independencia de que unos consideren unas profesiones más imprescindibles o miríficas que otras, no existe justificación para la deplorable e inmoral cobertura llevada a cabo por los amos de la desinformación. Por más que la historia contase con todos esos trágicos componentes narrativos y unos descomunales despliegues técnicos que atrajeron a televisiones de todo el mundo, me resultan inconcebibles la ausencia de sensibilidad y los sensacionalistas y 'rosaquintanescos' derroteros que adoptaron una vez más todos los informativos. En su empeño por ensalzar a los héroes del rescate, algunos me recordaron por momentos a la publicidad de esas series de televisión con las que se pretende armiñar la imagen pública de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Sí, esos Cuerpos que años antes zurraron de lo lindo a los mineros asturianos durante unas movilizaciones que se convirtieron en una guerra y en las que nadie se acordaba de lo 'cabrón' que es trabajar picando piedra en una cueva infestada de humedad, dióxido de carbono y tinieblas.
En medio de este océano de hipocresía en el que habitamos, me cuesta cada vez más encontrarme en los medios de comunicación con relatos comprometidos acerca de ese pozo mucho más profundo en el que se ha convertido el mar Mediterráneo, testigo impasible de un genocidio de indiferencia para cientos de Julen anónimos a los que no rescatará ningún minero. Allí no existen grandes despliegues informativos, ni vecinas con el corazón en un puño, ni aplausos solidarios. El silencio de gobiernos y telediarios es tan oscuro y cómplice como la desvergüenza con la que utilizan el término 'transición democrática' para referirse a un golpe de estado. La empatía perece a la orilla de una playa y, en las conversaciones de bar o de peluquería, jamás se habla de pateras ni de bebés ahogados. Tal y como me enseñaron en la facultad de Periodismo, el valor de los muertos depende siempre de la proximidad de la tragedia. El denominado kilómetro sentimental: el interés es inversamente proporcional a la distancia (física y cultural) que nos separa de la víctima. Un africano tiene que convertirse literalmente en Spiderman y evitar la caída fatal de un niño desde un balcón para que lo traten, no como un héroe, sino como un ciudadano. Para ganarse la consideración de ser humano.