Kabalcanty
El aparato que quitaba el sueño (y 2ª parte)
El puñado de chapas rebullía en su cubículo hermético al tiempo que el artefacto ganaba revoluciones dentro de un fragor que percutía en las paredes del sótano. El hombre corpulento, sin prestar atención a la hilaridad soñolienta del otro, se afanaba sobre el teclado consultando ávido los mensajes cifrados del monitor. Tan concentrado estaba en su labor que no vio como el otro se iba deslizando del sillón hasta caer lentamente en el suelo.
Al poco, una enorme sonrisa se dibujó en el rostro del hombre del cabello encrespado y, pulsando con energía la tecla "enter", se quedó expectante mientras la máquina iba perdiendo fuelle. "Fin de la tarea. Cerrar dispositivos y guardar rendimiento", pudo leerse, dentro de una enmarcación azul, sobre la pantalla.
— Esperemos unos minutos.
Dijo para sí, incorporándose.
Pasados unos minutos, en los que se entretuvo en colocar un lienzo impoluto sobre un caballete y accionar unos brazos mecánicos que se estiraron por debajo del artilugio hasta unos centímetros del cuadro, ensambló un conector de dieciocho pines a otro que colgaba de uno de los brazos mecánicos. Hubo una especie de chasquido (un arranque indeciso que titubeo varios segundos haciendo dar unos breves respingos a los brazos) y las manos automáticas abrieron y cerraron unos dedos toscos plagados de remaches.
El hombre, vivamente emocionado, acercó una plataforma con tubos de óleos abiertos de muchos colores y ayudó a uno de los brazos a tomar un pincel de pelo de marta mientras que en el otro colocó un pincel de lengua de gato. Se sonrió y se alborotó el cabello en un tic de júbilo.
Se volvió al teclado para ordenar algo. Esperó unos instantes mirando la blancura del lienzo y los pinceles atrapados en los brazos mecánicos. Cerró los ojos y depositó con delicadeza su dedo índice sobre una tecla. Los brazos se movieron con aparatosa rapidez y se acercaron a los tubos de óleo. Apretaban con escasa precisión los tubos y mezclaban colores sobre la plataforma agitándolos con los pinceles. Hubo un inciso donde los brazos se quedaron en suspenso, goteando la pintura sobre el suelo del sótano, frente al lienzo inmaculado para acto seguido, en una aceleración extrema en la que llegaron a humear las junturas, lanzarse a pintar sobre la tela.
— ¡El acto puro de la creación!
Dijo el hombre con un gesto seráfico que le pasmaba frente al alboroto del lienzo.
Un pincelazo en diagonal remató la obra y los brazos se detuvieron al momento abigarrados de colores chorreantes.
El hombre admiró el lienzo acabado desde varias posiciones. Se agachaba, giraba la cabeza hacia un lado y otro, se acercaba y se alejaba. La creación brillaba sobre la luz tenue del sótano.
— ¡¡Por todos los diablos, que coño es esto!!
El hombre acrecentó aún más el color rojo de su rostro mientras sus ojos intentaban escapar de sus cuencas.
Fue entonces cuando oyó el ronquido a su espalda.
— ¡La madre que me parió!
Exclamó yendo al otro extremo donde dormía en el suelo, cual largo era, el que le había vendido sus sueños. Su rostro reflejaba la relajación de un bebé recién dado de mamar. Subía y bajaba su pecho con armonía mientras que desde su boca salía el rugido de un ronquido profundo.
Le costó varios minutos despertarle por más que le pellizcó, chilló, removió y abofeteó. Al final, tras una sonrisita sensual, despertó bostezando sin tino.
— ¿Sabe cuál es mi ilusión máxima en este momento?
El otro le miraba airado, apretados los puños y con los labios prietos.
— Volver a dormir otra vez -dijo entornando los ojos- Mi ilusión es volver a dormir. Nunca sentí tanto relax, se lo juro.
El hombre de la bata se le acercó a la cara para vociferarle.
— ¡¿Qué clase de mierdas de sueños tuviste en tu vida miserable!? ¡¡Me lo explicas!!
El otro vislumbró el lienzo fresco al fondo de la habitación.
— ¡Carallo! -dijo, retirando el cuerpo que se le interponía- ¿Ese es el cuadro que ha pintado con mis sueños?
El otro fue detrás de él.
— Esa es la mierda que he sacado de tus sueños.
— La verdad es que nunca recordé lo que soñaba, me fastidiaban sobre todo las pesadillas. Uff, muchas y reiterativas en cuanto a la intensidad. Ahora todo es diferente.
Dijo la última frase volviéndose al otro para dedicarle una afectuosa sonrisa.
— ¡Fernandoooooooo, saca a este soplapollas de la casa! ¡Fernandooooooooooooo!
— Me voy, me voy, no deseo molestarle, por favor.
El tipo de rostro lúgubre y afilado, tras abrir la puerta del sótano con las tres vueltas de llave, bajó presto las escaleras y tomó con autoridad el brazo del visitante.
— ¡Mándale a la puñetera calle! No quiero verlo más.
— Los marchantes de arte tengo entendido que son muy extravagantes, puede interesarles ese tipo de pintura.
Dijo mientras Fernando le subía la escalera en volandas.
— La incomprensión del arte……..
Suspiró en voz baja el hombre del rostro colorado.
Después, contemplando de reojo la refulgencia del lienzo, lanzó una patada al soporte del artefacto que hizo tintinear el envoltorio de cables y carcasas.
— ….. el antídoto para el vacío de la existencia. ¡Rediós!