Jesús Iglesias
Cappuccino
Ha transcurrido más de año y medio desde que regresé de Irlanda y debo admitir que he comenzado a sentir ciertos síntomas de adaptación a Pontevedra. Y no lo digo con el alivio de quien al fin se siente integrado, sino, en sentido totalmente opuesto, con el temor de estar perdiéndome a mí mismo y, por el camino, dilapidando mis buenos modales, mi educación, mi cortesía y, sobre todo, mi sentido del humor. En realidad, llevo tratando de adaptarme sin éxito a la ciudad en la que nací durante toda mi existencia. Como sucede con el conjunto de la sociedad gallega, Pontevedra, a pesar de la racionalización de su espacio urbano, es un organismo estático, intelectualmente pétreo. Carente de vocaciones culturales y con un estado de ánimo de perpetuo lunes desde que tengo uso de razón, uno puede marcharse de la ciudad durante diez años y regresar sin que haya sucedido absolutamente nada. La misma rancia ideología retrógrada exaltada una y otra vez en insustanciales conversaciones. El mismo funcionario público que ya no recuerda la última vez que sonrió o dio los buenos días. La eterna ausencia de respeto por el prójimo, la apología de lo vulgar, la condena irreversible de la inteligencia, el orgullo identitario del bruto, la invasión del espacio de los demás, las preguntas insolentes… La misma envidia contenida en grises miradas.
Me basta con irme a tomar un ‘cappuccino’ (si es que existe algún lugar en Pontevedra en el que sepan hacer uno en condiciones) a la panadería de mi barrio para penetrar en el torbellino de abismos emocionales que dibuja la apatía de la ciudad. Aunque el camarero debe haber percibido que no me siento demasiado a gusto cuando me llama "¡Máquina!" y, muy de vez en cuando, sustituye tal apelativo épico por un "¿Qué tal? ¿Qué te traigo?", su tono de voz, su rostro y su lenguaje corporal parecen los de un tipo al que le debo dinero. Incluso en las extrañas ocasiones en las que ha pronunciado un buenos días o un "¡Gracias a usted!", lo ha hecho como si estuviese (personalmente) enfadado conmigo por haberme comido un croissant de chocolate. Que no le quito razón en que debería empezar a hacer dieta si quiero entrar en mi traje boda este verano, pero tampoco hace falta que se lo tome tan pecho. Aplaudo el hecho de que, al fin, aquellos que trabajan en el sector servicios comiencen a darse cuenta de que no saludar a sus clientes y usar con ellos un lenguaje carcelario solo resultará perjudicial para sus negocios, pero tampoco deberían olvidarse de que, en cualquier idioma del planeta, la entonación que utilizamos puede variar sustancialmente el significado de la oración que pronunciamos y, en consecuencia, la percepción de nuestro receptor. Tratar a alguien de usted o decir "¡Buenos días!" con cara de amargado y con el mismo tono con el que se manda a alguien a la mierda, tal y como me sucedió hace poco en una pizzería capitalina, tampoco es educado (buen intento, en todo caso).
Por desgracia, como decía, la resiliencia de mis buenos modales es más débil de lo que pensaba y, por mero afán darwinista, también he comenzado a manifestar signos de aclimatación a este ignominioso y macarra submundo de primitiva comunicación. Reconozco que todavía me cuesta no caer en la tentación de ser amable, sonreír y utilizar ese respeto que, en mi opinión, deberíamos extender a cada extraño que nos topamos (al que no conocemos de nada y del que no sabemos nada), más aún si trabajamos de cara al público: emplear el pronombre de cortesía ‘usted’, pedir las cosas por favor, dar los buenos días, responder con un gracias y todas esas fruslerías que marcan la distancia entre un lugar en el que te sientes a gusto y otro al que solo volverás porque la palmera de chocolate es grande. No obstante, con el paso de los meses, aquellas interpelaciones que rezaban "Disculpe, ¿podría pedirle un café y un vaso de agua?" han caído en el olvido (sepultadas por respuestas como "¡Sí, sí, ya voy, que estoy a mil!" o un gutural "¿Eh?" de absoluta incomprensión) y han sido reemplazadas por algo tan de la tierra como un "¡Mira!" y una inflexión directa, imperativa y gestual: "¡Vaso de agua!", grito con ademán ‘froilanesco’. Paradójicamente, como sucede siempre que hablo a un funcionario con los mismos malos modales que él ha utilizado conmigo, el entendimiento resulta automático y obtengo lo que necesito de manera mucho más veloz.
Hay quien defiende esta especie de idiosincrasia paleta asegurando que "somos así brutos, pero también muy nobles". Lo que ellos denominan "ser bruto", yo lo llamo ser maleducado. Por ese motivo, prefiero pagar un euro más en una buena cafetería de Milán, beberme un ‘cappuccino' con dos dedos de espuma y que no me queme la garganta al tragarlo (allí existe el término ‘templado’ e, incluso aunque te olvides de mencionarlo, se acuerdan de que tu lengua es susceptible de sufrir quemaduras), comerme una napolitana de la repostería más fina imaginable y, de paso, que el personal me sonría, me dé los buenos días y las gracias y no me haga sentir como cuando solicito ayuda a algunas dependientas de las franquicias de Benito Corbal. Debo ser un poquillo raro, pero qué le vamos a hacer, si tengo yo esos aires de que se me trate con un respeto que tendría que ser, no opcional, sino universal, con independencia de que se trabaje o no de cara al público. En lo que respecta al carácter supuestamente noble de nuestra ruda sociedad del Norte, se trata de una falacia tan barata como la de aquellas personas que afirman ser honestas solo por decir todo lo que piensan: nadie les enseñó la diferencia entre diplomacia (o tacto y sentido común) y sinceridad. Una amiga vivió el otro día un episodio que retrata a la perfección esa ‘solidaridad’ y preocupación que los gallegos tenemos para con el prójimo: una chica yacía sentada a los pies de un semáforo con claros síntomas de malestar y en torno a una decena de personas pasaron de largo sin preguntarle qué le sucedía o llamar a una ambulancia (por suerte, ella lo hizo). A veces, somos ‘timidiños’, de interactuar poco, sobre todo cuando se trata de ayudar a otro.
Como sucede con los políticos que nos (les) representan, la mala educación y la falta de profesionalidad del sector servicios no es más que un reflejo de la ausencia de valores y la incultura de su entorno. Cada día, mientras sorbo con mucho cuidado mi ‘cappuccino' para no quemarme la lengua, escucho en las mesas de al lado (más por sus gritos que por el interés generado) delirantes conversaciones en las que tienen cabida los más ponzoñosos clichés del racismo, el clasismo, el machismo y, en general, todo ‘ismo’ digno de una mentalidad paleta y asfixiantemente estrecha. Alguien que asegura que las ventas de preferentes y otros productos basura por parte de las entidades bancarias no tuvo "mala voluntad" y fue fruto "de la mala suerte de la vida". "Los empleados no íbamos a vender algo que podía arruinar a otra persona. Nosotros no sabíamos lo que era", afirmaba. Solo puedo sacar dos conclusiones: si sabían lo que vendían eran unos cabrones; y si no lo sabían, unos tremendos estúpidos (que no les quede ninguna duda de que sus jefes sí lo sabían). En otra mesa cercana, una amiga le cuenta a otra que el chico que le gusta seguramente es bisexual y ella responde "¡Un vicioso, un vicioso!", mientras sonríe puerilmente como una niña de doce años hablando de ‘cochinadas’. ¿En qué oscura sociedad puede haberse criado alguien incapaz de comprender que a un ser humano le pueden gustar hombres, mujeres o quienes le den la real gana? Lean, viajen, abran sus mentes. Se lo pido por favor. No se ofendan por sentirse ignorantes. Tiene solución.