Kabalcanty
La primera historia de un año nuevo
Por la avenida pasaba algún que otro borracho cantando su alegría en el retumbar de las fachadas de unos edificios que empalagaban por su similitud. No había rastro de coches, ni de los petardos de la medianoche, ni del entusiasmo que salió a los balcones para descorchar una botella derramando burbujas, sólo silencio roto por el cántico apagado y machacón de los beodos. Al fondo, al sesgo de la autopista M-40, hervía el amanecer como un incendio en las cavernas del universo. Todo era exactamente igual a otros finales de noche, sin embargo la mayoría se empeñaba que era diferente porque era la primera noche del nuevo año y esa presagiaba novedades. Los hombres necesitamos de esas y otras tantas ilusiones para tener boleto de felicidad exprés.
Desde la ventana de su nuevo domicilio (una habitación con derecho a aseo que alquilaba la señora Hilaria a gente de "buen pronto y española, por supuesto"), K. fumaba mirando morir la noche. Había tomado unas copas con Baldomero y algunos del barrio en el bar "Las torres" hasta que Serapio, sacudiéndose sus manchas de vitíligo con cansancio, les echó a la calle. "Y otro fin de año que llego a casa cuando todos han hecho la digestión de las uvas", dijo el camarero lamentándose, apoyado en el mango de su escoba.
K. observaba la puerta del pub que tenía de frente, al otro lado de la Avenida de La Peseta, viendo la zaragata que tenían montada los borrachos. Bailoteaban, dándose cómicos empujones, para terminar saltando y con los brazos al cielo gritar: "Que nos pille confesaos". El local había cerrado las puertas, aunque se divisaba una luz tenue en su interior, pero los achispados no habían ido muy lejos a seguir la jarana. K. se encogió de hombros un par de veces y decidió tumbarse en la cama para leer un rato. Puede que leyera un par de hojas o tres antes de que se durmiera panza arriba, con la boca abierta, y el libro tirado a los pies de la cama.
Se despertó sobresaltado al notar una mano rozándole el antebrazo.
— Mira tú, el que nunca pega ojo.
Los ojos saltones de Baldomero parecían caérsele encima como manzanas maduras.
— ¡Vamos, coño, que te invito a unos churros con chocolate que es lo cabal esta mañana!
La cara larga y macilenta de Baldomero le resultaba a K. una aparición del más acá demasiado contundente para su soñera.
— Te espero en la "rulote" de la plaza –dijo Baldomero, abriendo ya la puerta el cuarto- No tardes que me largo y te dejo la dolorosa a cuenta.
K. gruñó y se sentó sobre la cama bostezando.
— No grite usted tanto, señor Baldomero, que porque aunque sea año nuevo a quien duerme como bendito.
La señora Hilaria, embutida en una bata de paño con motivos florales, sacaba su cuerpecito mermado por una rendija de su habitación.
— Buenos días, señora Hilaria. Feliz año –contestó Baldomero con la mejor de sus sonrisas- ¿Qué tal con el señor K? Me imagino que sin problemas.
Ella torció el gesto y se ahuecó su "permanente" chafada con coquetería.
— No se fía ya una de las aguas mansas. Sé que es un vago y que le da al alpiste además de... Por usted que me lo pidió que le tengo por buena persona, y porque su conocido es español, por supuesto, y porque me pagará usted a fin de mes que si no nones.
Baldomero sonrió aún más y se despidió desde la puerta de la casa con una reverencia excesiva.
Media hora más tarde K. y Baldomero terminaban su chocolate con churros acodados en la pequeña barra de la roulotte-churrería.
A su alrededor la vida se desperezaba lentamente. Deportistas urbanos fieles a los deberes con su cuerpo, amos que sostenían a sus perros esperando que soltaran sus fluidos o mojones con una bolsa negra en sus manos, hombres apresurados que se estrellaban con el kiosco de prensa cerrado, pájaros escarbando las sobras del festejo nocturno. Los coches calentaban el silencio y la boca del metro arrojaba rostros soñolientos y serios.
— Los de la casa de apuestas abren a primeros del mes que viene -decía Baldomero, limpiándose los labios, concienzudamente, con una servilleta de papel- Quien nos iba a decir a nosotros que la farmacia de Ramón acabaría para ser eso.
— Esos te pagarán una buena pasta en alquiler –dijo K. prendiendo un cigarrillo.
Baldomero sacudió las manos espantando el humo.
— Sí, sí, no tardes en fumar -dijo airado- Qué vicio tienes, chiquillo.
K. se encogió de hombros.
— Me pagarán bien, ya te digo. El bar lo tuve que vender por el tema de mi divorcio con Marujita, ya sabes, pero este local alquilado, sí señor. No tendremos tantos problemas económicos a fin de ves, ya verás.
K. le miró bajo el ala de su sombrero.
— Eres un tío cojonudo y siempre te estaré agradecido -dijo con cierta timidez que le obligó a desviar sus ojos del otro- Si no fuera por ti……
Baldomero hizo amago de darle un empellón.
— Somos amigos y juntos nos buscamos la vida. Recuerda que yo estoy tan solateras como tú, Pepe.
— No me llames así, coño.
— Es que K. no es un nombre de santoral, no me sale.
Fueron subiendo por la calle Salvador Allende arropados por el sol tímido de enero. Baldomero hablaba más, moviendo sus manos a cada frase como para que fueran de una claridad indudable. K., envuelto en humo de tabaco, asentía moviendo su sombrero y escudriñando su alrededor con la curiosidad de la costumbre. Comenzaba el primer día del año y quien sabía si traería una nueva historia.