Carlos Regojo Solla
La botella
Creo que hay un nombre para esas personas que buscan cosas en la primerísima línea de playa. Me refiero a los curiosos por las conchas marinas, a los buscadores de cristales pulidos o trozos de madera con formas sugestivas, entre otros, porque éstos manifiestan una pureza coleccionista exquisita. Son aquellos que van a los arenales a eso, con la finura del artista, el ojo entrenado y la curiosidad despierta, en busca de la obra "mediopergeñada" por la sugerencia previa. Crean mosaicos, adornan sus mesas de trabajo con cantos rodados a modo de pisapapeles, o colocan en su jardín aquella rama nudosa con forma de búho (la más frecuente), sin otra pretensión que, sacando un producto gratuito e inesperado traído al azar, conseguir una pequeña obra personal con cierta estética, satisfaciendo una necesidad artística. Para ello se acercan a las zonas de playa donde la marea trabaja con flujos limpios y regularmente intensos, decantando sus tesoros, al igual que hace la batea del buscador de oro cuando este la hace oscilar o el aventado del trigo en la era. Es una selección más de tantas. Poco más por encima, apenas unos metros, la marea propicia, en los flujos intensos, la dejada de restos más sólidos sin que los reflujos consigan luego ser lo suficiente fuertes para retirarlos. Son abandonos objeto de otro tipo de buscadores, pinceladas más gruesas, todos ellos causas de las cosas de la vida de las olas cuyo estudio, en zonas concretas, suele ser un agradable entretenimiento en horas de retiro y meditación que propicia una interesante y agradable observación y que nos dice que no hay nada de rutinario en las olas de una pleamar en altura, besando un arenal o contra una costa rocosa. Saben de ello los capitanes de barco y los navegantes solitarios que tanto admiro y envidio. Los surfistas conocen esa cadencia al igual que los especialistas en fugas tales como la del famoso trio de Alcatraz o la que Henry Charrière nos cuenta en su "Papillon" (conocimiento que permitió escapar al francés de su "Molokai" maldito, es decir, de la leprosería moral de la isla del Diablo, en Guayana francesa). Saber éste, sobre los caprichos del ir y volver de las olas, que conocen tantos otros observadores particulares que tienen a bien otear en cercanía una rompiente cualquiera. También saben de ello, especialmente mejor, aquellos que cruzan frente a Finisterre; aunque aquí, ese conocimiento no sea obstáculo para que algunos sean, al igual, especialmente desafortunados.
Excluyendo los primeros, los creadores, poetas de las arenas limpias, fijando un poco de atención, observaremos los otros buscadores más interesados en piezas mayores y distintas. Son gente que se enfrenta con fruición enfermiza al vasto y ancho cordón de restos más bastos, cual basureros de la escuela de Diógenes. Buscan nada en concreto, normalmente ayudados de un bastón, con la curiosidad del trapero o el chatarrero. Entre estos, me encuentro yo.
Cuando una marea purga, suelo personarme para curiosear entre el espeso montón que forma el amasijo de ovas, sargazos, o lo que sea, junto a la cordelería variada, los plásticos y el inevitable zapato náufrago que da que pensar (el zapato solitario, desaparejado y abandonado nunca suele ser buena cosa). Lo hago a veces con disimulo y otras con toda la cara. Después de los temporales de invierno algo me lleva hacia la costa arenosa en busca de restos. Tal vez sea algo atávico, una llamada. Me fascina hurgar con el bastón entre el cúmulo de restos alienados: aquí un coco con sus hojas, un juguete roto, una nasa, un pequeño salvavidas; allí maderas, cordelería y restos de redes, botellas, una ofrenda floral … Una vez entre A Pedra do Sal y Razo, en mitad del recorrido de unos cuatro o cinco kilómetros, allá por Bergantiños, me topé una buena Zodiac medio desinflada de la cual tomé posesión marina pero que no me pude llevar, muy a mi pesar, debido a su excesivo peso y volumen. Me gustaba aquella zona con los muros de las represas de las salinas (o para producir luz antiguamente) -no sé-, que sirvieron para salvar la cría de marisco cuando lo del Prestige, cerrando a cal y canto las lagunas interiores que resistieron días muy negros. Cuando las treguas debidas por los temporales gozaba yo de aquellos paseos de invierno, con mis dos perras" collies", -primero Fai, luchadora incansable capaz de superar una "parvo" en su más bella infancia y que luego me regaló catorce años de amistad; luego con Nuba , la bondad y belleza de raza que colma, aún hoy, con su mirada mis desvelos. El mar arrimaba especialmente por aquella parte de apenas treinta metros, a mitad de camino, depositando, con cierta provisionalidad, restos traídos de no se sabe dónde. Allí, entre sargazos la encontré. La recogí y me la llevé a casa.
La vieja botella de vidrio color verde oliva, no muy grande, cubierta de lapas, herméticamente sellada por un corcho con restos de un lacrado avejentado por la sal y posiblemente el tiempo, amén de los bandazos, inverosímil resistente al naufragio más que probable, que no deja acceder a su interior, lo que aumentaba su misterio. Al sacudirla sonaba a mensaje. Hay miles, cientos de miles, parecidas por las playas del mundo entero sin contar con las que se han roto, porque todos hemos arrojado una, al menos, a la mar, y ya se sabe que, el casi cien por cien de las botellas con tapón varadas en las playas, al sacudirlas siempre suenan a mensaje. Algunas, pocas, son de niños ilusionados que van felices a las orillas con unos padres más ilusionados aún, lo cual tiene un enorme valor, claro; pero la mayoría son de gente adulta que vive en islas -es decir, todos nosotros- y confía a la desesperada en que alguien acceda a sus silenciosos gritos de socorro. No sé por qué no facilitamos el proceso y, en lugar de arrojar a la mar una botella con mensaje, mejor no la pongamos directamente en el parque público de la ciudad vecina. Se nota la desconfianza en nuestro prójimo.
Y ahí está, justificando mi interés por las mareas, manteniendo mi ansiedad a la espera de un nuevo temporal que limpie las aguas, varando en la arena los desechos más o menos accidentales que, recordando a Diógenes, siempre son de utilidad. No la abriré ni tan siquiera cuando viva un acontecimiento importante y ruego a coleccionistas y curiosos que no pierdan tiempo en contactar conmigo. Es mi botella… ¡ejem, ejem!, con mensaje.Creo que hay un nombre para esas personas que buscan cosas en la primerísima línea de playa. Me refiero a los curiosos por las conchas marinas, a los buscadores de cristales pulidos o trozos de madera con formas sugestivas, entre otros, porque éstos manifiestan una pureza coleccionista exquisita. Son aquellos que van a los arenales a eso, con la finura del artista, el ojo entrenado y la curiosidad despierta, en busca de la obra "mediopergeñada" por la sugerencia previa. Crean mosaicos, adornan sus mesas de trabajo con cantos rodados a modo de pisapapeles, o colocan en su jardín aquella rama nudosa con forma de búho (la más frecuente), sin otra pretensión que, sacando un producto gratuito e inesperado traído al azar, conseguir una pequeña obra personal con cierta estética, satisfaciendo una necesidad artística. Para ello se acercan a las zonas de playa donde la marea trabaja con flujos limpios y regularmente intensos, decantando sus tesoros, al igual que hace la batea del buscador de oro cuando este la hace oscilar o el aventado del trigo en la era. Es una selección más de tantas. Poco más por encima, apenas unos metros, la marea propicia, en los flujos intensos, la dejada de restos más sólidos sin que los reflujos consigan luego ser lo suficiente fuertes para retirarlos. Son abandonos objeto de otro tipo de buscadores, pinceladas más gruesas, todos ellos causas de las cosas de la vida de las olas cuyo estudio, en zonas concretas, suele ser un agradable entretenimiento en horas de retiro y meditación que propicia una interesante y agradable observación y que nos dice que no hay nada de rutinario en las olas de una pleamar en altura, besando un arenal o contra una costa rocosa. Saben de ello los capitanes de barco y los navegantes solitarios que tanto admiro y envidio. Los surfistas conocen esa cadencia al igual que los especialistas en fugas tales como la del famoso trio de Alcatraz o la que Henry Charrière nos cuenta en su "Papillon" (conocimiento que permitió escapar al francés de su "Molokai" maldito, es decir, de la leprosería moral de la isla del Diablo, en Guayana francesa). Saber éste, sobre los caprichos del ir y volver de las olas, que conocen tantos otros observadores particulares que tienen a bien otear en cercanía una rompiente cualquiera. También saben de ello, especialmente mejor, aquellos que cruzan frente a Finisterre; aunque aquí, ese conocimiento no sea obstáculo para que algunos sean, al igual, especialmente desafortunados.
Excluyendo los primeros, los creadores, poetas de las arenas limpias, fijando un poco de atención, observaremos los otros buscadores más interesados en piezas mayores y distintas. Son gente que se enfrenta con fruición enfermiza al vasto y ancho cordón de restos más bastos, cual basureros de la escuela de Diógenes. Buscan nada en concreto, normalmente ayudados de un bastón, con la curiosidad del trapero o el chatarrero. Entre estos, me encuentro yo.
Cuando una marea purga, suelo personarme para curiosear entre el espeso montón que forma el amasijo de ovas, sargazos, o lo que sea, junto a la cordelería variada, los plásticos y el inevitable zapato náufrago que da que pensar (el zapato solitario, desaparejado y abandonado nunca suele ser buena cosa). Lo hago a veces con disimulo y otras con toda la cara. Después de los temporales de invierno algo me lleva hacia la costa arenosa en busca de restos. Tal vez sea algo atávico, una llamada. Me fascina hurgar con el bastón entre el cúmulo de restos alienados: aquí un coco con sus hojas, un juguete roto, una nasa, un pequeño salvavidas; allí maderas, cordelería y restos de redes, botellas, una ofrenda floral … Una vez entre A Pedra do Sal y Razo, en mitad del recorrido de unos cuatro o cinco kilómetros, allá por Bergantiños, me topé una buena Zodiac medio desinflada de la cual tomé posesión marina pero que no me pude llevar, muy a mi pesar, debido a su excesivo peso y volumen. Me gustaba aquella zona con los muros de las represas de las salinas (o para producir luz antiguamente) -no sé-, que sirvieron para salvar la cría de marisco cuando lo del Prestige, cerrando a cal y canto las lagunas interiores que resistieron días muy negros. Cuando las treguas debidas por los temporales gozaba yo de aquellos paseos de invierno, con mis dos perras" collies", -primero Fai, luchadora incansable capaz de superar una "parvo" en su más bella infancia y que luego me regaló catorce años de amistad; luego con Nuba , la bondad y belleza de raza que colma, aún hoy, con su mirada mis desvelos. El mar arrimaba especialmente por aquella parte de apenas treinta metros, a mitad de camino, depositando, con cierta provisionalidad, restos traídos de no se sabe dónde. Allí, entre sargazos la encontré. La recogí y me la llevé a casa.
La vieja botella de vidrio color verde oliva, no muy grande, cubierta de lapas, herméticamente sellada por un corcho con restos de un lacrado avejentado por la sal y posiblemente el tiempo, amén de los bandazos, inverosímil resistente al naufragio más que probable, que no deja acceder a su interior, lo que aumentaba su misterio. Al sacudirla sonaba a mensaje. Hay miles, cientos de miles, parecidas por las playas del mundo entero sin contar con las que se han roto, porque todos hemos arrojado una, al menos, a la mar, y ya se sabe que, el casi cien por cien de las botellas con tapón varadas en las playas, al sacudirlas siempre suenan a mensaje. Algunas, pocas, son de niños ilusionados que van felices a las orillas con unos padres más ilusionados aún, lo cual tiene un enorme valor, claro; pero la mayoría son de gente adulta que vive en islas -es decir, todos nosotros- y confía a la desesperada en que alguien acceda a sus silenciosos gritos de socorro. No sé por qué no facilitamos el proceso y, en lugar de arrojar a la mar una botella con mensaje, mejor no la pongamos directamente en el parque público de la ciudad vecina. Se nota la desconfianza en nuestro prójimo
Y ahí está, justificando mi interés por las mareas, manteniendo mi ansiedad a la espera de un nuevo temporal que limpie las aguas, varando en la arena los desechos más o menos accidentales que, recordando a Diógenes, siempre son de utilidad. No la abriré ni tan siquiera cuando viva un acontecimiento importante y ruego a coleccionistas y curiosos que no pierdan tiempo en contactar conmigo. Es mi botella… ¡ejem, ejem!, con mensaje.