Jesús Iglesias
Humildemente
Antes de comenzar las Navidades recibí una propuesta laboral que pecaba, a partes iguales, de ser interesante y virtual (por lo segundo, precisamente, de lo primero). En boca de la persona que me narró las bondades del puesto de trabajo imaginario, la oferta se derretía en mi imaginación como una panacea de chocolate fundido deleitando a un ávido paladar: un equipo de creativos, un proyecto de comunicación corporativa en diversos idiomas, la posibilidad de promocionarme en base a méritos y capacidades y otras tantas coqueterías propias del discurso del comercial de una agencia de seguros. Dado que la ingenuidad es uno de esos defectos que me he empeñado en alimentar, me mostré tan proactivo como aseguro ser en mi currículum vitae y, con un tono cargado de cortesía, pregunté cuáles serían las condiciones del trabajo. En un primer insulto a mi inteligencia, el receptor no solo evitó contestar a una cuestión tan fácil como preceptiva (en un mundo decente: "Claro, disculpe que se me haya pasado comentárselo. Serían unos 1.200 euros mensuales"), sino que, tras unos segundos de frío silencio, trató de convencerme de lo disparatada que era la pregunta que acababa de plantearle: "¡Bueno, yo creo que primero hay que demostrar y luego habrá que pedir!".
Aún habiendo comprendido ya la obscenidad moral que se me planteaba, mantuve el ademán grave de mis buenos modales y le expliqué que, como establece cualquier decálogo de sentido común, todos los seres humanos tienen el mismo derecho que él de recibir una remuneración por su trabajo. En una respuesta incalificable más allá de la estulticia ética y de una psicopática falta de empatía, el 'emprendedor', cuyo salario anual me permitiría vivir a mí tres veces, insistió en lo desubicado de mi solicitud. "Hay que ser un poco más humilde y saber bajar la cabeza, y más aún con su edad", tuvo la desvergüenza de pronunciar alguien que, con mucha probabilidad, se ofendería salvajemente si le ofreciesen el doble del salario mínimo. Aunque su impudicia acabó por caducarme la ya de por sí limitada paciencia que me caracteriza (inexistente cuando se trata de una injusticia), por primera vez en mi vida no pude hacer más que permanecer en un abrumador mutismo y abortar la telecomunicación. "¿A dónde vamos a parar?", me pregunté emulando a Oliverio (Darío Grandinetti) en 'El lado oscuro del corazón'. Ni siquiera habiéndome hundido hasta las pestañas en el fango de la indigencia ética e intelectual podría yo exhibir tamaña hipocresía, semejante cara de cemento armado. Y sin embargo, lejos de figurar en un anecdotario de malas experiencias laborales, se trata de una cínica homilía de lo más común en el devastado mercado de trabajo de Pontevedra, si es que en realidad existe tal mercado en esta ciudad.
Lo que me guardé de expresarle al presunto empleador durante nuestra entrevista, se lo expongo aquí y ahora, no solo para él, sino también para todos aquellos empresarios que consideran que el trabajo de los demás carece de valor y que se sienten como benefactores cada vez que contratan a un empleado. Para empezar, no creo que caiga en ninguna soberbia si afirmo que solo trabajo gratis cuando un proyecto cultural, educativo o artístico me resulta lo suficientemente interesante. Es decir, cuando me da la gana y no por el simple hecho de que alguien quiera saltarse los costes del período de formación o directamente ahorrarse el de la mano de obra. Resulta delirante que, en medio de esa encrucijada de caminos entre el empleo precario y la falta de oportunidades en la que se encuentran atrapados todos aquellos que hacen cola para sellar en el Sepe, alguien considere una falta de modestia mendigar un salario que permita al menos pagar las facturas y comer. Es irónico que sean precisamente los defensores del 'coaching' y la autoestima emprendedora los que confundan el amor propio y la integridad con un inconcebible acto de rebeldía y de ausencia de humildad. En lo que a mí respecta, la cabeza jamás la he bajado, metafóricamente hablando. Tan solo con la finalidad de realizar actos tan mundanos como subirme la pretina de los pantalones o beber agua de una fuente. A mis años, como aseguraba el insolente empresario, prefiero terminar mis días en un hospicio que trabajar gratis. Lo veo bastante más digno.
Por otra parte, si tuviese afán alguno de demostrar, jamás trabajaría para otras personas, ya que es a mí mismo al único ser humano al que tendría cierto interés en probarme algo (si es que lo tuviese). En todo caso, si a lo que el entrevistador se estaba refiriendo era al esfuerzo acumulado a lo largo de mi existencia, me he sacado un máster en precariedad laboral y tengo un perfil curricular más flexible que los isquiotibiales de una gimnasta (en el abanico de oficios conviven un periodista y un monitor de clases de spinning), con decenas de festivos y días de sol al fresco de una redacción y unas cuantas madrugadas atravesando el cálido viento de Dublin tras despertarme a las 3.30 (am, como dirían en Irlanda). Camino de los 38 tacos, la cuota de tener que demostrar ya se me ha pasado casi tanto como el arroz. Muchos de los que se autodenominan emprendedores no solo no han salido nunca de sus zonas de confort, sino que las han vallado con su ignorancia y falta de escrúpulos (paradójicamente, la misma que exhiben a la hora de hablar inglés y de aprender otras lenguas). Así que aquí nadie tiene que demostrar nada. Si quieren a un buen empleado, fórmenlo adecuadamente y confíen en sus capacidades. Nadie abandonaría una empresa en la que se siente valorado. Si un trabajador considera insoportable una compañía es porque la dirección y las condiciones laborales de la misma lo son. Por mucho que el país haya perdido una buena ristra de derechos esenciales en el transcurso de los últimos años, la autoestima, como dijo el actor Luís Tosar en una entrevista, es algo demasiado importante "como para dejarla en manos de los demás".
En eso de insultar la inteligencia, considero que debería llevarse la palma de oro (de Cans) el responsable de recursos humanos que inventó la pregunta "¿Por qué quiere trabajar con nosotros?". Siempre he pensado que el tipo debió de gestarla en su mente con un tono cargado de sarcasmo (la idea inicial era la de poner directamente "¿Por qué coño querría usted trabajar en esta porquería de empresa?") y de absoluta incredulidad ("Deme un solo motivo por el que alguien con dos dedos de frente querría trabajar con nosotros"). No obstante, la manida cuestión se ha convertido con el paso del tiempo, o al menos eso creo yo, en una suerte de pregunta retórica trampa, con la que se pretende eliminar a aquellos candidatos incapaces de refrenar la única respuesta posible: "Porque nunca me ha gustado pasar hambre". Una cosa es que los 'recruiters' asuman la identidad corporativa de su empresa como si fuese el libro blanco de la felicidad y otra muy distinta que logren convertir a cada aspirante a su religión de empalagoso entusiasmo. De poco sirven sus cuestionarios para evaluarnos a los que vivimos encima de Portugal. La 'respuesta a la gallega' no es solo el arte de la contrapregunta, sino también una declaración de amor propio y dignidad. Si alguien nos pregunta por qué queremos trabajar con ellos, nosotros sabemos ponerle en su sitio: "¿Quen lle dixo que quería?". Amigos sí, pero 'a vaquiña polo que vale'.