Jesús Iglesias
Pesimismo
Lo más absurdo e incongruente de todo es que, muchos de los que tratan de autoengañarse con estos ilusionados sermones, son los mismos que después agonizan ante vicisitudes triviales, mastican su croissant con una mueca amarga, se quejan de lo triste que es la gente y el clima de Galicia, se olvidan de dar los buenos días al vecino del cuarto y carecen de cualquier atisbo de simpatía y empatía. Y qué decir de esos otros fanáticos del optimismo que no paran de repetir la consigna "Aparta a la gente tóxica de tu vida". No existe ninguna expresión más tóxica que esa. Es la panacea de algunas personas que, tras acudir a la consulta del psicólogo durante dos meses, concluyen que todos sus problemas de depresión e infelicidad son culpa única y exclusiva de los demás. No es por criticar el resultado de la terapia, ya que cada uno tiene derecho a defenderse de la vida como pueda o quiera, pero quizás tendrían que plantearse si los que intoxican son ellos mismos. Porque, si aplico de manera rigurosa ese decálogo de características de personas tóxicas que he visto por Facebook, tendría que alejar de mi vida al 90% de la raza humana (cosa que ya hago, por otra parte). Quizás haya sido una casualidad estadística, pero en Pontevedra, la mayoría de los que dicen rodearse solo de gente positiva, apartarse de personas nocivas y levantarse de la cama con una actitud optimista, son una auténtica oda a la amargura. Algo más que razonable en una ciudad cuyo espíritu quedó perfectamente retratado en aquel antológico graffiti que rezaba 'Pontevedra es un estado de ánimo' (superado posteriormente por la exquisita pintada 'Los Reyes son los padres' a las puertas del CEIP Froebel).
Al contrario que ellos, yo intento mantener alejados de mi existencia a los optimistas patológicos y, siguiendo (como en casi todo) el legado filosófico que nos dejó el Nobel portugués José Saramago, me defino no como un pesimista, sino como un realista. Siempre he comulgado con esa afirmación de que "no reírse de nada es de tontos, reírse de todo es de estúpidos", y considero que el sentido del humor es, junto con el arte, uno de los alimentos más necesarios: el único modo posible de afrontar una vida sórdida, lineal y en la que, como señalaba Michi Panero en 'Después de tantos años', "la felicidad no es una constante". En una épica y abrasadoramente mordaz diatriba, que por su desternillante ingenio solo puede conducir a la carcajada, el hermano del poeta Leopoldo María Panero destruye los espejismos de felicidad a los que nos conduce el recurso a la nostalgia: "¡Qué coño pueden ser bonitos la universidad o los primeros amores, dificultosísimos! Lo que pasa es que luego te lo inventas. Ni era bonito entonces, ni es bonito ahora y, posiblemente, sea mucho peor pasado mañana. Siempre se mitifica el pasado. Te inventas que has sido muy feliz, pero no hay tal. A lo mejor, fuiste feliz un ratito. La primera vez que me acosté con una chica fue la noche más atroz de mi vida". Para rematar: "Yo creo que lo que es un error es vivir. Recién nacido y ya tienes ganas de suicidarte".
Un epitafio en vida que, desde luego, me representa bastante más que esos exasperantes vídeos motivacionales que algunos adolescentes perdidos cuelgan en Youtube (¿En qué momento le ha otorgado esta enferma sociedad el mismo nivel de erudición a la opinión de un Youtuber que a la emitida por Milan Kundera, Emmanuel Carrère o Jorge Luis Borges?). Ser un perenne optimista en un mundo tan miserable, inculto e insolidario como este, es como mostrar una enorme sonrisa tras haberse fracturado una pierna o contraído la gonorrea. Y no, las cosas no dependen de cómo se afronten. Cuando se te rompe la pierna o se te muere un ser querido, sientes dolor y tristeza (de lo contrario, eres un psicópata). Si la sociedad en la que vives te parece fantástica, no eres un optimista, sino alguien a quien no le importa nada. Más allá de 'ismos' y etiquetas, la única filosofía que sigo en esta mezquina vida es la que nos enseñó aquel enorme actor llamado Manuel Alexandre en la película 'Elsa y Fred', cuando Blanca Portillo (su hija en el film), cansada de la depresión que sufre su padre tras la pérdida de su esposa, le dice: "Papá, nosotros solo queremos que estés bien". "Estaré bien, cuando esté bien", le respondió el anciano. Yo siento alegría y optimismo si tengo motivos para hacerlo.
Confieso que llevo yéndome de la ciudad en la que nací casi desde que tengo uso de razón. En Pontevedra rige como ley orgánica esa máxima que Gabriel García Márquez recogió en 'Memoria de mis putas tristes' y cuya autoría atribuía a Julio César: "Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es". La ironía y el sentido del humor se han convertido para mí en una necesidad, en mi principal modo de sonreír. Paradójicamente, en mi tierra suelen ser esos que se denominan optimistas los que menos humor gastan. El pasado fin de semana, paseando por una calle de la ciudad, escuché a una señora decirle a otra que "los pobres tenemos la posibilidad de hacernos ricos si trabajamos duro, mientras que los ricos pueden perderlo todo". Me revolví convulso (como el atribulado Nanni Moretti de Caro Diario viendo una horrenda película en el cine) y sentí una irrefrenable tentación de explicarle que diversos estudios concluyen exactamente contrario: "Es casi imposible que modifique el estatus económico con el que ha nacido. Su vida y la mía son fútiles". El sarcasmo es la felicidad de los inconformistas.