Kabalcanty
Un bebé llamado Prometeo Emanuel (otro cuento navideño)
Dentro de la incubadora reposaba el feto con su cuerpecillo conectado a cables y cánulas de goma. Su piel poseía un tono azulado, más oscuro en su cráneo, perfectamente redondo, en contraste a sus dedos, prietos en sus manos, desmadejados en sus pies, que permanecían tan marmóreos como inmóviles. Sus ojos demasiado hinchados, herméticos como en un sueño eterno, daban a su perfil una apariencia irreal, acaso turbadora en el centro de la habitación que ocupaba el laboratorio; el silencio de la sala, roto con los pitidos suaves y acompasados de la maquinaria inteligente, la oscuridad, quebrada por la luz tenue que iluminaba la incubadora, pronosticaba que algo de suma importancia se cocía en el cuarto.
Mari y Pepe venían charlando animadamente por el pasillo cuando giraron y se toparon con la puerta del laboratorio nº 2-A. Cuando pasaron sus dedos índices por el lector dactilar, se iluminaron sus nombres brevemente en la pantalla receptora (doctora Madurga y, luego, doctor Sánchez-Vallespín), y la puerta de alta seguridad se abrió unos centímetros. Una vez dentro, volvieron a pasar sus índices y la entrada se cerró con un golpe sedoso.
— ….. y es lo que te comento: estoy nervioso llegado este momento, Mari. Parece increíble con los años que hemos pasado metidos en este proyecto, sin embargo sería mentir si te digo lo contrario.
Ella sonrió, ajustándose su bata blanca sobre el talle, como solía hacer cuando los nervios la asediaban.
— No eres tú solo, apenas dormí esta noche -contestó ella- ¿Te das cuenta que somos como unos "padres” primerizos? Metidos en Navidad y "papás”, suena bonito.
— Nunca mejor dicho: "papás” sin roce sexual y famosos en el mundo entero. ¿Sabes lo que va a suponer para nuestras vidas?
— Para las nuestras y para las de toda la humanidad, Pepe.
Añadió ella, mientras cogían de una caja unos guantes azules de nitrilo.
Se acercaron lentamente a la incubadora para quedarse unos instantes contemplando a la criatura. Escudriñaban extasiados, examinando la profusión de cables y tubos con embeleso.
— Ha llegado el gran momento, Pepe. Si me pinchas no me sacas ni una gota de sangre.
Dijo ella, soltando una carcajada nerviosa que pareció tentar lo sacrílego del lugar.
— Abrimos el flujo sanguíneo y activamos el corazón al tiempo. Controlando el electrocardiógrafo y la monitorización. Comprobaremos las constantes un par de horas y después retiraremos la respiración asistida ¿Ok?
Mari asintió apretando los párpados.
Teclearon sobre los aparatos sanitarios y fueron siguiendo atentos la gráfica que se alzaba sobre un monitor frontal.
— ¿Has pensado en cómo le llamaremos? -preguntó ella, al tiempo que tecleaba otra orden en la computadora- Nuestro "hijo” tiene que tener un nombre de presentación al mundo ¿lo ignoras?
Pepe rio y le dio un toque guasón con el hombro.
— ¿Qué te parece Emanuel?
— Muy apropiado, perfecto Mari.
Siguieron con su labor hasta que, resoplando ambos y cerrando unos instantes los ojos, pusieron en marcha la última fase del proceso. El feto comenzó a moverse lentamente; primero sus manitas, abriendo sus dedos con torpedad, después encogió las piernas y abrió la boca varias veces a la vez que giraba el cuello ralentizadamente. El tono azulado de su piel se torno más natural mientras bajo su cráneo latía su cerebro con rapidez marcándose unas protuberancias rugosas. Se agitó un par de veces con sacudidas espasmódicas, abriendo con angustias los dedos de sus manos, hasta que, pleno de un asombro que le dejó inmóvil unos segundos, abrió los ojos. Torció su cuello pausadamente hasta se llegó a la pareja de científicos que le observaban maravillados y con contenida exultación. Se fijó en ellos con cierto descaro, apenas sin pestañear y advirtiendo los rasgos de sus rostros con detenimiento. Acto seguido, estiró vigorosamente sus extremidades y lanzó un llanto tan breve como estruendoso.
— Alimentemos a nuestro Prometeo Emanuel -dijo Pepe, haciendo fluir en la boca del bebé un líquido blancuzco salido de una cánula delgada.
— ¿Prometeo Emanuel? De acuerdo, sí –añadió Mari divertida, mirando cómo evolucionaban las constantes vitales en la pantalla.
Por espacio de unas dos horas siguieron a la criatura meticulosamente comprobando sus reacciones vertidas en los ordenadores. Asentían y regulaban el mecanismo inteligente sin perder de vista la evolución del ser.
El recién nacido se alimentó en abundancia sin perder de vista, en sus ojeadas concienzudas, repletas de una curiosidad que parecía traspasar la urna de la incubadora, la actividad de sus "padres”. Se tocó, en varias ocasiones, los laterales de su cabeza para después, en una mueca que parecía adulta, sonreírse fugazmente estirando la boquita con fruición.
— Volveremos en breve, Prometeo Emanuel. –dijo la doctora, golpeando el cristal de la incubadora.
— Celebrémoslo y digamos al mundo la noticia que cambiara la ciencia. –dijo el doctor, llevándose del brazo a su colega hacia la puerta del laboratorio.
Nada más sonar la suave clausura de la hoja acorazada de la puerta, Prometeo Emanuel se desembarazó hábilmente de tubos y cables. Se colocó en cuclillas, observando su alrededor con atención, para deslizar sus manitas bajo el cristal de la incubadora. Un pitido estridente sonó a sus espaldas venido de una luz roja que, intermitente, destellaba sobre un cuadro digital. Con agilidad, escaló la pata que llevaba a la luz y apagó de un manotazo el centelleo y el silbido. Se quedó quieto, examinando desde la altura el recinto, escuchando el discurrir armónico de las máquinas. Luego, sin más dilación, escaló hasta la rejilla de ventilación del laboratorio ayudado por una mesa de instrumental que empujó hasta la pared. En la boca de ventilación, libre ya de rejilla, el bebé lanzó un bufido que dilató las fosas de su pequeña naricilla.