Jesús Iglesias
Bibliofobia
Aunque, salvo exiguas excepciones, tuve el privilegio de formarme con soberbios profesores (algunos de inteligencia tan profusa como el poeta y ensayista Manuel Outeiriño), de mi etapa como estudiante de Periodismo en Santiago todavía recuerdo especialmente, con una devota veneración, a Manuel Martínez Nicolás. Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona, fue secretario académico de la facultad compostelana coincidiendo con el período en el que cursé la carrera. A pesar de que décadas después he podido constatar que, tras abandonar sus aulas con uno de los mejores expedientes de mi promoción, me aguardaban con los brazos abiertos la precariedad laboral y el paro, no cambiaría ni por la presidencia del grupo Inditex la formación integral que recibí durante esos años y el privilegio de compartir aulas con algunas de las mentes más inteligentes que he conocido en mi vida (buenos amigos, además). Mi existencia hubiese permanecido agazapada entre las tinieblas de la mediocridad de no haberla iluminado con su asombrosa capacidad de síntesis y claridad expositiva Martínez Nicolás, un docente capaz de convertir la indómita asignatura de Métodos de Investigación en Comunicación, imprescindible para aquellos que aspiraban a realizar una tesis doctoral, en una materia agradable.
Su principal mérito consistía en su habilidad para articular un discurso diáfano y estructurado en torno a un tema que, de otro modo, resultaría soporífero y complicado de masticar por el intelecto. Y, más allá de las ventajas genéticas que le hubiese concedido su cerebro, disponía de este don por un simple motivo: la amplitud de su bagaje cultural y el dominio del lenguaje exacto para poder condensarlo en ideas simples. En sus clases, mostraba un conocimiento absoluto de los códigos de la escritura y del lenguaje oral, lo que le permitía sintetizar con certeros trazos el mar de conceptos en el que otros hubiesen naufragado sin remedio. Eran otros tiempos, en los que había teléfonos fijos, la sed de conocimientos todavía se saciaba en los libros y, al menos, el ignorante no se ufanaba de serlo. Camino de que se cumplan dos décadas desde que terminé Periodismo, casi sin haberlo percibido, siento como si la sociedad en la que habito hubiese sido teletransportada en una máquina de regresión cognitiva e intelectual. En este futuro yermo de ilustración, tiranizado por la simiesca jerigonza de las redes sociales y los teléfonos móviles, resulta muy difícil volver a toparse con un Martínez Nicolás y los códigos del lenguaje y las reglas ortográficas, sintácticas y gramaticales se han ido deconstruyendo hasta el peligro de extinción. La gente no lee y no sabe escribir, lo que les conduce irremediablemente a pensar mal y a expresarse de un modo deficiente.
En una civilización decente causaría una profunda preocupación que, pese a haberse presentado en junio a las oposiciones para profesor de Secundaria, FP y escuelas de idiomas unas 200.000 personas, casi un 10% de las 20.698 plazas que había en juego quedasen vacantes por los actos de terrorismo ortográfico que perpetraron los candidatos. Al parecer, al margen de los clásicos genocidios de tildes y haches y de la aplicación del comodín del 50% a la hora de elegir entre la 'b' y la 'v', muchos aspirantes a docentes respondieron a las preguntas como lo harían a través de Whatsapp, utilizando fórmulas abreviadas como "tb" o "x q", o emplearon expresiones propias del 'trap', como "en plan" o "rollo de". Y no hablamos, por supuesto, de un par de errores puntuales que, en el ejercicio de la escritura, podrían producirse a la hora de acentuar una palabra o colocar los signos de puntuación. Aunque, durante más de diez años trabajando en prensa escrita, jamás se me corrigió una falta de ortografía, sería hipócrita decir que no cometí errores sintácticos o que no tuve que consultar un diccionario. A todo el mundo, incluso a mis eruditos amigos Alexander Vórtice y Antonio Isasi, se les puede escapar una tilde. Pero, en el caso de las citadas oposiciones, no nos referimos precisamente, como decía, a este tipo de confusiones puntuales o a una disparidad de criterios con un determinado libro de estilo, sino a erratas sistemáticas que evidencian la ausencia de una formación humanística integral.
Y dado que la ignorancia se ha puesto atrevida como nunca antes se había visto, lejos de mostrarse avergonzados por su analfabetismo, muchos de los aspirantes a docentes pusieron el grito en el cielo y se quejaron airadamente de la 'rigurosidad' consagrada a la ortografía. Como si para un futuro profesor el dominio del lenguaje fuese una habilidad accesoria y no una cualidad indispensable para el ejercicio de la docencia. Lo que alguien con un mínimo de dignidad haría si viese que su examen está lleno de correcciones de este calibre es rogarle a los miembros del tribunal que no le aprueben. ¿Cómo es posible que una sociedad con acceso universal a la educación básica y a los libros haya denostado de tal forma la relevancia crucial de las normas del lenguaje? Desconocer los códigos y reglas de la escritura no es algo intrascendente, limitado al aprendizaje de una materia concreta. El dominio del lenguaje y de la gramática nos permite disponer de competencias para la absorción de conocimientos, una mayor capacidad de pensamiento crítico, el desarrollo de habilidades discursivas y de síntesis de ideas complejas… Es decir, se trata de un requisito mínimo (y yo diría que el único imprescindible) que se le debería exigir a alguien que desee ejercer como profesor. ¿Qué autoridad intelectual podría tener un maestro de Historia que cometiese errores ortográficos ("Los restos arqueolójicos allados en Merida")? Por más que se supiese de memoria la lista de los reyes godos, sus explicaciones serían para mí tan poco respetables como los argumentos de esos lectores que, al exponer públicamente sus opiniones en las redes sociales, emplean letras mayúsculas para mostrar su enfado o escriben su ininteligible discurso sin un solo signo de puntuación (la más fascinante fue una mujer que afirmaba ser una "borracha de cultura" al tiempo que duplicaba los signos de exclamación, usaba las mayúsculas en contextos que escandalizarían a la RAE y se olvidaba de acentuar palabras como 'también' y 'más').
Intentar aprobar una oposición a profesor ignorando las reglas del lenguaje equivale a completar un grado en el Conservatorio de Música sin tener ni idea de cómo leer una partitura. En un siglo XXI aberrante a nivel de captación de conocimientos y caracterizado por la perentoriedad en el aprendizaje, la cultura sigue hallándose en el mismo lugar en el que lleva encontrándose desde hace siglos: en los puñeteros libros. No existen búsquedas de Google, ni aplicaciones móviles, ni conferencias de TEDx (a pesar de que haya alguna interesante), en las que uno pueda impregnarse de la erudición que desprenden las obras de Galeano, Borges, García Márquez, Saramago, Allende, Mistral o Storni. Del mismo modo que, si uno quiere aprender a tocar jazz, debe tener la capacidad de entender a John Coltrane y Thelonius Monk. Y el único modo posible de comprender y adentrarse en esos niveles de sabiduría es conocer los códigos que sustentan sus respectivos lenguajes. Las palabras son importantes. Tal y como expresó Lázaro Carreter en una entrevista a El País (y no paro de repetirlo), "Hablar mal no es una cuestión de estilo equiparable a estirar el dedo meñique en el momento del brindis. Quien habla y escribe mal, piensa mal".