Kabalcanty
Observador de los cielos (segunda parte)
El resplandor del sol se extendía opaco deslizándose por la capa impura que flotaba sobre las aguas del mar. La brisa marina removía un hedor que parecía avivar el griterío de miles de gaviotas pardas picoteando sobre las densas aguas; alguna, con la prepotencia que le daba la mayoría, se posaba en la proa de la embarcación lanzando picotazos en dirección al hombre que, cruzados los brazos sobre la borda, observaba el horizonte vencido.
— ¡Fuera, maldito bicho!
Le decía, agitando su mano ruda y flaca.
El ave abría sus alas y retrocedía sus patas unos centímetros por el borde del barco sin emprender el vuelo; miraba desafiante al hombre y graznaba como si se tratase de una risa burlona.
El barco flotaba desde un cascarón oxidado y un motor griposo que humeaba negrura. Había una inscripción emborronada e ilegible en un lateral a la izquierda de la proa que chorreaba inmundicia. Desde el mástil, donde colgó una posible bandera, se tensaba un pedazo de plástico con el nombre de una marca de fertilizante agrícola.
El barco navegaba despacio, cortando, como si fuera membrillo, la superficie de peces, detritos, enseres domésticos, latas, plásticos o algún que otro cadáver humano medio descompuesto y picoteado por las gaviotas. Abría brecha en la capa mortecina para, tras pasar, volverse a cerrar su estela antes que el burbujeo que producía el motor.
El hombre, ataviado con un andrajoso gorro de lana, se dirigió a la timonera ciñéndose el impermeable amarillo.
— Echaré un trago -dijo al entrar- ¿Quieres?
El que ocupaba el gastado timón sonrió y dijo que no moviendo la cabeza.
Sacó una botella con un líquido color caramelo de un arcón detrás del hombre del timón. Le quitó el corcho con la boca y le dio un tiento generoso, chasqueando la lengua al final.
— Te lo he dicho ya algunas veces, Rulol, pero ¿tiene sentido llevar ese timón sin saber a ciencia cierta dónde vamos?
Luego rio brevemente.
El timonel, muy en su papel de conductor, oteaba la lejanía y el brillo de la ponzoña bajo una gorra sucia de capitán de navío.
— Algún día encontraremos algo o a alguien -dijo arqueando las cejas y con una cadencia calmosa- La destrucción no debe ser nuestro único destino, debemos luchar contra ello por lo menos.
— ¿Así lo crees de verdad? –contestó el otro observando su espalda con ironía- Pues, maldita sea, llevamos tanto tiempo navegando entre mierda y soledad que apenas puedo creerte.
— Tiene que ser así, Luthor, de lo contrario perderíamos el último sentido.
Luthor eructó y observó el cielo una vez más. El azul infinito, sin nubes, aparecía acerado al final de la línea del horizonte. Los rayos del sol expandiéndose como tentáculos que quisieran abarcar ese mar envilecido que flotaba lanzando un mensaje de calma devastadora. La música de las gaviotas y el traqueteo del motorcillo del barco, la rutina, se dijo echando un vistazo al almacén de abastecimiento.
— ¿Para cuanto tendremos aquí? ¿Más o menos que de combustible?
Rulol giró la cabeza levemente a la vez que desviaba la ruta al moverse.
— Sé que tenemos poco tiempo para encontrar algo, lo sé.
La embarcación había tomado otra dirección sin que los hombres dijeran nada.
Cuando cayó la noche, una luna nebulosa rielaba sobre el manto putrefacto. La ausencia de estrellas daba a la bóveda celeste una apariencia de cavidad insondable de lobreguez que empequeñecía al que observaba. Y así lo decía Luthor muchas veces escupiendo con rabia desde la borda.
— ¿Duermes ya?
El otro contestó con un monosílabo cansado.
— ¿Crees en Dios?
Rulol se revolvió en el saco de dormir. Había dejado la gorra de capitán sujeta en un clavo en la timonera y tenía el cabello rizado, revuelto en un bucle que dejaba entrever su calvicie.
— Sabes que no -llegó a contestar con desgana, poniéndose bocarriba en el saco- Antes necesitábamos a Dios como se necesita poner un nombre a un destino que nos explique nuestro tránsito…….. Ahora ya no, ni siquiera eso.
Luthor se acercó a la ventanilla de la timonera para no tener que elevar tanto la voz. El barco, con la máquina detenida, apenas se balanceaba.
— Vaya, carajo, carajo, -dijo quitándose unos instantes el gorro de lana para rascarse con vehemencia la cabeza- mi compañero Rulol reconoce haber perdido la fe. ¡Aleluya!
Dio un grito que resonó en el hueco de la noche como el chirrido de una tuerca herrumbrosa.
— Quien puede hablar de creencias ya. Vamos acuéstate y déjate de conversaciones gastadas.
Rulol se acomodó en el saco y se dio media vuelta.
— Pero sigues una ruta disparatada detrás de algo que crees probable; no me negarás que eso se parece a creer.
— Sobrevivir, estimado Luthor, sobrevivir sin caer en la demencia y la desesperación. Y vamos, coño, duerme ya de una vez.
El otro fue desenrollando su saco mientras mascullaba algo que burbujeaba en su pecho.
La noche era un silencio angustioso solamente roto por los chasquidos del detrito flotante al enfriarse. Restallaban cerca y lejos en una cháchara impenitente.