Jesús Iglesias
Rosalía y los 'Javis'
Las Spice, como los Backstreet Boys, anticiparon una nueva era musical marcada por la aparición de programas de televisión contaminados por la patología del fenómeno fan. Poco han variado desde entonces los icónicos síntomas de la enfermedad: la misma adolescente gritando a llanto partido, sumida en una crisis de ansiedad, mientras intenta conseguir una fotografía y la firma de su ídolo. Nunca voy a acabar de entender, salvo en aficionados a la grafología que se exciten al observar las implicaciones emocionales de los trazos (individuos que entrarían en una Notaría como quien acude a un club de striptease), cuál es la finalidad de conservar una rúbrica mecánica y una dedicatoria yerma de emociones. Se trata, eso sí, de un fenómeno fan que se ha vuelto clásico, por no decir vintage, ya que, además de continuar comportándose como neuróticas ante la presencia de sus héroes, muchas de las fanáticas 2.0 siguen ancladas al pasado, exhibiendo las mismas cartulinas de colores plagadas de corazones y eslóganes estúpidos. Los teléfonos móviles no han hecho más que agravar la epidemia.
Sin embargo, tal y como suelen aseverar sus defensores, Operación Triunfo ha marcado un antes y un después en la historia de la música. Intuyo que ellos y yo pronunciamos esta afirmación con un sentido antitético (a no ser que los autores del nefando show televisivo 'gasten' una refinada ironía y se jacten de atentar contra el arte). Para bien o para mal (más para lo segundo que para lo primero), los New Kids on the Block de Mark Wahlberg tuvieron que intentar cantar e interpretar ridículos bailes antes de contar con legiones de seguidores. Hasta los Milli Vanilli tuvieron que 'currarse' algún playback para tener seguidores. OT funciona en sentido inverso: sus concursantes ya tienen club de fans antes de haber grabado su primer disco e incluso sin haber asistido a una puñetera clase de armonía. ¿Para qué aprender todo eso que enseñan en los conservatorios? Practicar ocho o diez horas al día es para mediocres. Aunque, dicho de paso, será mejor, por su propio bien, que no absorban demasiados conceptos del estelar equipo docente con el que cuenta la 'academia'. Sin entrar a analizar la congruencia y eficacia de los supuestos métodos de aprendizaje teatral que utilizan (dudo que Marlon Brando los aprobase), algunas de las escenas y diálogos que los 'Javis' protagonizan con sus alumnos parecen salir de la alucinógena mente del guionista de los Teletubbies. Sin duda, sus actuaciones en 'Física o química' y 'Sin tetas no hay paraíso' sentaron cátedra en el oficio.
Los chicos de la academia aprenden antes a firmar que a afinar. En los tiempos del 'selfie' y del aprendizaje ansioso (que no del ansia por conocer), el éxito debe demostrarse antes que el talento. Para ser honesto, no he visto más que dos galas de esta última edición (y eso que intento verla) y tampoco necesito muchas más para ratificar mis conclusiones. En ambas ocasiones, tras haber acompañado involuntariamente con muecas de dolor los brutales 'gallos', la absoluta ausencia de entonación y los constantes atentados contra la dicción que me regalaron los triunfitos, terminé con el rostro más arrugado que un bulldog francés. Huelga decir que los miembros del jurado tampoco ponen el listón demasiado alto en lo que a talento artístico se refiere: Manuel Martos no tiene precisamente el gusto musical de los fundadores de Blue Note; Javier Pérez-Orive será experto en marketing, pero necesita ya un asesor de imagen, y Ana Torroja tampoco está en disposición de darse aires de Billie Holiday. En mi opinión, hubiese sido muy constructivo a nivel intelectual que, aprovechando aquella polémica surgida en torno a la palabra 'mariconez', se hubiesen corregido de una vez por todas las agresiones que el grupo Mecano perpretó durante años contra la lengua española. Entre otras históricas patadas al diccionario, al trío Torroja-Cano se le deben versos como "y tú contestastes que no", "este cementerio no es cualquiera cosa", "erguiendo el cuello y testuz como hermana avestruz", "para que no digan que somos unos zulús, ir cantando este blues", "no debes de hacer planes" o "debí mezclar ayer hasta volverme maricón".
En la música, como en cualquier otro ámbito de la vida, es perfectamente válido que nos guste algo carente de valor artístico. Faltaría más. A pesar de que no sea mi caso, es lícito divertirse más con Hombres G o con Loquillo que con un concierto de Keith Jarrett, Herbie Hancock o Christian Scott. Lo que resulta inadmisible es que se quiera situar en el mismo nivel de excelencia musical a Rosalía que a Camarón de la Isla, Paco de Lucía o Jorge Pardo. Unos exploraron y ampliaron las fronteras entre el flamenco más ortodoxo y el jazz y a la otra se le atribuye el discutible mérito de fusionar un flamenco de dudosa calidad con un nuevo estilo urbano llamado 'trap', que tiene, entre sus máximos exponentes, al novio de Chabelita Pantoja (quien necesite más argumentos, que escuche hablar un rato al tal Omar Montes). Dudo que Paco de Lucía se hubiese presentado a 'Tú sí que vales' cuando era adolescente. Teniendo en cuenta la visión comercial del docto jurado que rechazó a Rosalía hace una década (ni comento la artística), habría acabado tocando en el metro de Sevilla.
Con independencia de lo que nos guste y lo que no y de que tengamos conocimientos suficientes para disfrutar de la música clásica o del jazz, debemos saber distinguir lo excelente de lo bueno, lo regular y lo malo (que dirían Aitana y Ana Guerra). Valorar la erudición artística por encima de lo mediocre (y lo digo también con la acepción italiana de la palabra). De lo contrario, estaremos equiparando la técnica de piano de Amaia con la de Robert Glasper; situaremos una letra que dice "tra-tra" y "mu malamente" a la altura de los versos de Lorca que lloraba Camarón, y pondremos a Rosalía en el mismo altar que ocupan Remedios Amaya o Diego El Cigala. Estaremos insultando a auténticos profesionales de la música que invirtieron horas y horas de duro trabajo en su camino hacia la excelencia y la perfección. Si queremos identificarnos con una diva del arte y la cultura, una obra plagada de talento y una voz femenina verdaderamente transgresora, la Rosalía que buscamos no es la del 'trap-flamenco', sino la de 'Follas novas'. Mi Rosalía no se llama Rosalía Vila, sino Rosalía de Castro.