Beatriz Suárez-Vence Castro
Mar de Noviembre
Abrigados, con el mar gris al fondo, hablábamos de lo nuestro y de lo de todos: del cansancio con el que los viernes se aplican en robarnos la energía para el fin de semana, de aquellos que se han ido y que recordábamos con más intensidad en aquel día de Todos los Santos. De la actualidad: de Carmen Alborch y de Álvaro de Luna, del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, de que nuestra Pontevedra había acogido un funeral que, no por político, dejaba de ser humano. De nuestras dudas, de nuestros sueños, de lo compartido hasta ahora y de lo que nos traería esta mediana edad que ha llegado sin pedir permiso. Un poco nostálgicos, juntos, pero cada uno con sus recuerdos.
Entonces lo vi. Al principio parecía solamente una ola más alta que las demás, aquellas que el viento levanta en el mar de otoño, pero luego la aleta se hizo completamente visible.
- ¡Mira, un arroaz!-
- ¿Qué?
- ¡Un delfín, allí!
De pronto los recuerdos pesaron menos y las preocupaciones se desvanecieron con el vaivén de una pareja de delfines que jugaban en el mar, primero formando una fila increíblemente cerca de la orilla, girando después hacia dentro, dejando a su izquierda la isla de Tambo.
Regresamos por un momento, como en una máquina del tiempo, a nuestra infancia: la boca abierta por la sorpresa, sonriendo de oreja a oreja, señalando con el dedo, dejando entrar la felicidad de golpe.
La Naturaleza nos había situado plenamente en el momento mejor que cualquier sesión de mindfulness. Ni siquiera sentíamos frío porque, sin darnos cuenta, habíamos caminado un buen trecho de playa y ahora estábamos inmersos en aquel espectáculo único que se nos ofrecía en directo, sin cortes.
Cuando el invierno llama a la puerta, salvo que borrascas o ciclogénesis lo hagan imposible, no hay mejor idea que sacudirse la pereza y buscar un lugar al aire libre para desentumecer el cuerpo y la cabeza; para recordar que no somos la especie más fuerte, ni la única, ni la mejor. Que, aún con problemas, somos afortunados por estar aquí, aunque ya no seamos tan rápidos, aunque necesitemos más capas de ropa.
La Naturaleza es un tesoro para disfrutar todo el año. No nos guarda rencor por mucho que la maltratemos, aunque a veces se enfade y nos deje claro a esta especie llena de prepotencia, la humana, que es ella la que tiene el mando y no nosotros.
Cerca de ciudades como la nuestra, no hay que irse muy lejos para encontrar un rincón puro donde aliviar la intoxicación diaria, donde desenredar la maraña de pensamientos que amenazan con bloquearnos. Un espacio en el que la vista llegue más allá de nosotros mismos.
Porque aunque las cosas cambien podemos encontrar orden en ellas y , en ese orden, nuestro lugar.