Jesús Iglesias
Criminales
Las risas enlatadas siempre me han parecido una agresión al sentido del humor. Creadas a mediados del siglo pasado para que el espectador percibiese los instantes en los que debía emitir una carcajada, siguen incorporándose a numerosas series de televisión de moda y espectáculos con el objetivo de dejarnos claro que es en ese momento, y no antes ni después, cuando tenemos la obligación de reírnos. No solo suponen un insulto a la inteligencia del público y un deterioro de la espontaneidad con la que el ingenio debería mover los resortes de la comicidad, sino sobre todo una claudicación por parte del guionista: la admisión de su incapacidad para generar hilaridad mediante sus habilidades intelectuales. Admito que hay eventos en los que el propio protocolo de fruición cultural dicta la necesidad de tutorizar al que lo está consumiendo (los silencios con los que se reclaman aplausos en las funciones teatrales, como ejemplo más común), pero no existe nada más vulgar que reclamar una risotada con algo que no ha tenido ni la menor gracia. Algunos 'shows' televisivos parecen inspirados en esos familiares pesados que no cesan ni un segundo de hacer bromas y que, por cada uno de sus atroces chistes, buscan una mirada de aprobación mientras te tocan el hombro.
Hay seres humanos que se comportan como sonrisas enlatadas. Hasta sospecho que trabajan de ello. Se enteran de los espectáculos de humor a los que yo voy a asistir y, en connivencia con los propios humoristas (intuyo que la productora los tiene en nómina), boicotean mis opciones de dejarme sorprender por la agudeza mental de los cómicos. La última vez que me tocó sufrir a uno de estos profesionales de la alegría fue el pasado domingo, durante una de las funciones del espectáculo de Carlos Blanco y Xosé Antonio Touriñán 'Somos criminais'. Detrás de mí se ubicó un individuo tan sobrado de carnes como generoso en carcajadas. Sus ganas de pasar un buen rato superaban con creces al más fervoroso de mis optimismos y su capacidad de impostación haría parecer contenido a un histrión griego. Cada una de las butacas aledañas, incluida la mía, se sacudían movidas por su efusivo entusiasmo y se reía tan a destiempo y tan absolutamente por todo que me faltaron solo dos paciencias para girarme y explicarle que lo gracioso no era lo que acababa de decir 'Touri' en ese momento, sino justo lo que Blanco soltaría justo después. "¡Al reírte de ese absurdo chascarrillo como si tratases de imitar la voz de Enrique Bunbury, no permites escuchar la ingeniosa broma que viene a continuación!".
Por suerte, el henchido personaje encontró en su pecado la merecida penitencia y acabó por provocarse una tos tan abisal como la de un fumador compulsivo de Ducados aquejado de neumonía. El carraspeo (o mejor dicho, la expectoración) terminó por vencer a su complaciente sentido del humor y pude volver a sumergirme en el espectáculo que acogía la sede de Afundación en Pontevedra. Pero mi alegría ante la oportunidad de esa carcajada autoinmune duró hasta que una cría decidió que era el momento de salir de su letargo y comenzó a balbucear esas cosas que a los bebés les gusta balbucear. Pensé lo mismo que el propio Touriñán expresó: "¡Iso debe de ser unha faneca!". Una, pero no de las que se comen, sino de las otras, de las que siembran el pánico en la playa de Lapamán, tendría que dejarles un buen 'recado' a los ineptos de sus padres por haber llevado a una niña tan pequeña a un espectáculo que ni siquiera está recomendado para menores de 14 años. Incluso aunque pueda llegar a comprender la necesidad de exhibir paternidad y maternidad en cualquier circunstancia, ¿qué finalidad tiene llevar a una bebé a un espectáculo cómico como quien baja con ella a un parque infantil? ¿No intuíais que la niña se podría sentir inquieta o incómoda durante un 'show' de hora y media? ¿Es vuestra dicha de ser padres compatible con el respeto por el prójimo? ¿No teníais con quien dejarla? Quedaos en vuestra casa y ya iréis cuando podáis, que vuestra hija es, de largo, mucho más importante que mantener una vida social ajetreada.
Para mi sorpresa, el público sí captó esta vez la ironía de Blanco y Touriñán cuando estos le pidieron que pusieran los teléfonos móviles a toda "¡Leña!" y tomasen fotografías de la función con la luz del flash a tope. Por supuesto, se escuchó un politono hacia el final de la actuación, pero fue un caso aislado y, estadísticamente, en cada función debe de haber al menos un tonto de esos que te saluda dos veces. Es algo que me asombró, sobre todo teniendo en cuenta que, casi cada día, me tengo que 'comer' espantosos vídeos musicales y mensajes de voz en cafeterías de la ciudad, bien por un premeditado afán de exhibicionismo acústico o por mero desconocimiento de una tecnología tan puntera como unos puñeteros auriculares y que permiten mantener el mal gusto en el recato de la intimidad. Estoy convencido de que se trata de la misma calaña de gente que, a pesar de haber reservado turno para el médico a una hora especificada y de disponer de una máquina con tickets en el centro médico de A Parda, comienza a preguntarte cuándo te toca y si están llamando por orden y muestra inquietud ante la posibilidad de que se hayan olvidado de su persona (que, por cierto, tiene cita para dentro de quince minutos). "¡No, hoy el médico no va a llamar por orden. El Sergas ha intentado desarrollar un servicio para que los pacientes sean llamados en base a una lista, pero su facultativo ha decidido que solo llamará a los que posean cifras impares y además pasará de atender catarros y depresiones!". Se ve que el avance científico de la expendedora de tickets tampoco acaba de calar en los supermercados, donde siempre hay alguien que no acaba de creerse del todo lo que pone la pantallita con números de color rojo y pregunta "¿Quién va?" o "¿Estás haciendo cola?". "No, en realidad solo he venido a ver cómo filetean esa ternera. Hay pocas cosas que me 'pongan' más".
Y es que, por mucho que a algunos se les llene la boca con palabras como democracia o civismo, lo que realmente funciona en Galicia es la anarquía. Ninguna otra teoría podría explicar mejor que, a pesar de las campañas realizadas por la Policía Local, los conductores de Pontevedra sigan sin entender quién tiene preferencia en una rotonda o que las glorietas no son áreas de estacionamiento. Un simio es capaz de distinguir colores y formas, pero ellos no han sido capaces de comprender un tríptico, un simple dibujo, en el que hay una conclusión básica: el que circula por dentro no debe cruzarse de repente hacia el carril exterior (esto es, en lugar de pitar y gritar como un energúmeno, debe esperar a que el otro, el que tiene la preferencia y la razón, pase primero). Gentuza casi tan irritante como esos hombres de mediana edad (la mía, vamos) que dejan la puerta del baño de los restaurantes o bares abiertas de par en par mientras vacían de cerveza sus cloacas y que, aún encima, observan indignados tu irrupción, como si fueses tú el que estuvieses paseando por el pasillo de su casa. El pestillo, como sucede con los auriculares, las máquinas expendedoras de tickets, las rotondas, el decoro y la vergüenza, parece ser para ellos tan complejo como la física cuántica.