Kabalcanty
Término (y parte 2ª)
El viejo sacudió la cabeza un par de veces para encararle con una sonrisita de fingida conmiseración.
— Estás en Término, amigo; todo se acabó, esto es el final.
E intentó darse la vuelta para marcharse.
— ¡¿Qué coño quieres decir con eso!? –le detuvo su marcha agarrándole del brazo con cierta brusquedad- ¿Estoy muerto?
El viejo se desasió desatando un coro de anillas metálicas.
— ¿Muerte? –dijo jocoso, acercándose a la cara del otro- La muerte es apenas un segundo……… luego queda Término para siempre, para siempre, amigo.
Recalcó la frase, espurreándole perdigones en el rostro, y se dio la vuelta para largarse con su paso lento con una histriónica dignidad; carraspeó fuertemente antes de perderse en la penumbra.
Cuando la luz que se filtraba por las rendijas junto al techo se hizo apenas un hilo amarillento, se dejó caer en el camastro. Subió sus manos hasta sus sienes mesándose los cabellos en unas friegas. ¿En verdad estaba muerto? Apenas cumpliría los cuarenta y cinco años y aquella misma noche se sabía con tantas cosas por hacer. No podía ser real; tal vez una pesadilla sin fin de esas que cuesta despertar. Nunca estuvo enfermo y su salud, según el último reconocimiento médico de la empresa en la que trabajaba, era satisfactoria. No, no podía ser real todo aquello. No podía dejar estancados todos sus proyectos para el futuro. ¿Y María? Había toda una vida por delante con ella, viajarían y tendrían un hogar con piscina y jardín en una de esas urbanizaciones del norte de la ciudad que tanto le gustaban a ella. No, definitivamente, no podía ser real lo que le estaba ocurriendo.
Entre estos pensamientos y observando la luz pajiza de las hendiduras, se le ocurrió algo que le hizo levantarse del camastro y voltear el somier hasta apoyarlo contra la pared mohosa. Fue en busca de otro camastro, quitó el famélico colchón y arrastró el somier hasta el otro.
Actuaba excitado, impulsado por una determinación que bullía en su cabeza y que le impelía a descubrir la verdad que encerraban aquellas paredes ilimitadas llenas de antigüedad y desaliento. Golpeó, repetidamente, contra el suelo una de las esquinas del somier hasta que vio suelta una de las cuatro patas que lo mantenían en vilo. Tomó la pieza de hierro y comenzó a escalar por el somier apoyado en la pared. Se le escurrían los pies una y otra vez en su intento de apoyarse en el mueble para llegar al lugar donde se filtraba la luz. Tan arduo fue su cometido como la caída que sufrió y que le hizo quedarse bocarriba y despatarrado en el suelo. Pero no se sentía magullado, ni siquiera fatigado, con lo cual se esmeró en, con la ayuda del otro somier que trajo, confeccionar una especie de tosca escalerilla con la que llegar a las alturas con alguna seguridad. El trabajo fue concienzudo y se alargó más allá de cuando la luz volvió a ganar intensidad. No sudó, ni jadeó su respiración, su frente pinzada en un rasgo fruncido techaba sus ojos vivos, absortos en su labor. Los latidos de su corazón resonaban sólo en el golpeteo para ensamblar burdas piezas que encajaba en el somier-escalera a base de topetazos con la pata arrancada.
Cuando todo estuvo listo, no esperó para subir por la ruda escalinata. Encaramado en el borde del somier, trató de mirar por la hendidura que proyectaba la luz pero, lógicamente, no pudo hacerlo porque la luminosidad le deslumbraba. Volvió a bajar. Arrancó uno de los muelles más sólidos de uno de los somieres y, golpeándolo, lo manipuló hasta enderezarlo. Tardó un tiempo en que la luz volvió a hacerse cerosa y renacer de nuevo clara. Sin esfuerzo, sin sueño, sin descanso, regresó a la cima del somier y con el pedazo de alambre indagó la procedencia de la luz metiéndolo por la hendidura. Una pequeña detonación apagó la luminosidad y la rendija vomitó una densa oscuridad; sólo divisaba negrura cómo si se tratase de una bombilla que se acabara de fundir.
Se dejó caer a lo largo del somier sin que sus aristas rasgaran su piel ni su pijama. Apretó los puños, bajó la cabeza y estalló en un alarido que recorrió la galería hasta perderse anónimo. Frente a él, otra rendija filtraba la luz blanca al igual que por las otras rendijas que abarcaba su vista. En un arrebato, se sirvió del alambre que confeccionó para rasgarse las venas de sus muñecas. Se empleaba frenético, enloquecido, ávido por querer parar aquel sueño real. Pero la sangre no fluyó de sus venas, ni siquiera arañazos se marcaran en su piel, ni dolor, ni sensación. "El fin de todo…..para siempre", se dijo, recordando las palabras del viejo, sentado en el suelo con las piernas abiertas y, colgándole de la mano como un dedo más, el alambre enderezado.
Más tarde, cuando la luz cambió un par de veces, intentó ahorcarse ayudándose del somier-escalera y la tela del cubrecolchón del camastro. Fue inútil; su cuerpo se bamboleaba sujeto del cuello sin huella alguna, insensible.
Todo fue haciéndose más rutinario, más usual, corriente, eterno. No deseaba fumar, ni comer, ni beber, ni fornicar, ni llorar, ni reír……. Solamente dejar discurrir la eternidad en aquella estancia infinita repleta de tiempo mohoso.
Cierta vez, cuando llevaba muchos cambios de luz, se halló con una mujer ovillada en uno de los camastros. Estaba desnuda con la piel arrugada y flácida de una mujer de edad avanzada. Tenía la cabeza vuelta contra el moho de la pared enredada entre una maraña de cabellos que ocultaban su perfil. Cuando él se fue acercando, escuchó una repetitiva letanía que mascullaba la anciana.
— Hola, compañera. –dijo él, arrimado al camastro, luciendo una sonrisa casi olvidada- Es muy agradable encontrar a alguien por aquí.
La vieja apenas se movió, siguió bisbiseando vehementemente acurrucada.
— Podríamos charlar de algo, distra…….
— ¡¡ Vete, maldito hijo de puta!! –gritó ella sin variar su estado- ¡Vete con tus palabras a tomar por el culo!
Detuvo unos instantes la mirada en la piel apergaminada de la anciana. Escuchó su estribillo sin entender. Luego, siguió caminando por el manto rancio de la infinita galería.