Jesús Iglesias
Meritogracia
Al margen de la lastimosa imagen proyectada por su equipo docente y de las preceptivas consecuencias jurídicas que se deriven de su fraudulento proceder, considero que, en el caso de los másteres de la Universidad Rey Juan Carlos, a nadie debería de sorprender ya la desvergüenza con la que la ralea política obtiene títulos supuestamente elitistas e infla sus currículos. En un país en el que la corrupción gana por goleada a la formación intelectual, ni siquiera tendría que extrañarnos que los adalides de los partidos más votados obtengan diplomas en un mercadillo de falsificación filipino, nutran su vanidad intercambiando influencias y favores por matrículas de honor apócrifas o acudan a los servicios del Rincón del Vago para elaborar sus tesis doctorales. ¡Faltaría más! Si un adolescente 2.0 utiliza las más sofisticadas ‘chuletas’ para ocultar su incapacidad de distinguir el objeto directo del sujeto y hacer creer a la profesora de Lengua Española que nada le excita más que Espronceda, ¿cómo no iba a hacer trampas alguien que se dedica profesionalmente a la manipulación de masas?
Todas las profesiones requieren de talentos innatos y, dado lo complicado que parece llegar al poder sin tener el rostro revestido de cemento armado, no debería asombrarnos que un político intente hacer trampas para superar al empollón de la clase o cuando juega al Monopoly con sus hijos (estoy convencido de que más de uno ha incorporado las tarjetas 'black' y los fondos buitre a las partidas). Y aunque no pocas alcaldías se hayan conquistado a golpe de recitar ese eslogan en entrevistas de perfil intimista, por más que lo repitan, casi nadie se mete en política con el objetivo de mejorar la vida de los demás. Si uno tiene la vocación de ayudar, lo propio es irse de voluntario al barco de Proactiva Open Arms, implicarse en la creación y funcionamiento de un comedor social para personas sin techo o, simplemente, ser un poco menos mezquino con el prójimo. Tal y como preconizaba el ex presidente uruguayo Pepe Mujica, apologeta de la sobriedad que dedicaba el 90% de su sueldo de mandatario a proyectos contra la pobreza y que renunció a la Residencia Presidencial para vivir en una ‘chacra’ a las afueras de Montevideo con su esposa y un perro cojo, muchos han olvidado que "la política no es para hacer ‘plata’. Si la política es la expresión de la mayoría, hay que vivir como vive la mayoría".
Lo que tendría que resultarnos grotesco del culebrón de los másteres y las tesis doctorales no es esa putrefacta ética de nuestros dirigentes (bueno, míos no, que yo no los elegiría jamás). Lo más bochornoso es que algún político incapaz de emitir un discurso inteligible y de llegar hasta diez contando en inglés sostenga que completó la mitad de la carrera de Derecho en solo cuatro meses. Afirmarlo es de una desvergüenza obscena. No pongo en duda la posibilidad de que existan genios capaces de protagonizar semejante hazaña, pero a lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de conocer a abogados, escritores, físicos, investigadores o músicos de profusa inteligencia, y estoy convencido de que las capacidades mentales de los líderes políticos señalados están muy lejos de poder alcanzar dicha proeza.
Y no es necesario dedicarse a conspirar y a generar suspicacias en torno a las capacidades y la formación académica de la clase política para percatarse de sus limitaciones culturales. De hecho, Moncloa parece haberse convertido en una especie de universidad de la ignorancia por la que van pasando personajes que aseguran "hablar catalán en la intimidad" o que desconocen cuánto cuesta un café con leche. Allí sentó cátedra un ensimismado político de barba blanca y mirada perdida (y no precisamente en ademanes de profunda reflexión) que, además de haber llegado a saludarse a sí mismo antes de un discurso, nos deleitó con grotescos atentados gramaticales: "La cerámica de Talavera no es cosa menor. Dicho de otra manera, es cosa mayor"; "Cuanto peor, mejor para todos. Y cuanto peor para todos, mejor. Mejor para mí, el suyo, beneficio político"; "¿Ustedes piensan antes de hablar o hablan tras pensar?"; "España es una gran nación y los españoles muy españoles y mucho españoles"; "Somos sentimientos y tenemos seres humanos", o "Esto no es como el agua que cae del cielo sin que se sepa exactamente por qué", entre otras obras maestras de la retórica que los mejores humoristas del mundo pagarían por haber concebido.
Esa misma persona de la que yo les hablo se convirtió, con 24 años, en el registrador de la propiedad más joven de la historia de España. Al primer intento y con apenas dos años de preparación, superó unas de las oposiciones públicas que se consideran más complicadas. ¿Qué materias se incluían en el temario? ¿Plastilina? ¿Se trata de un área de conocimiento tan específica que prescinde de normas ortográficas, sintácticas y gramaticales (en una suerte de escritura libre)? Y en el caso de los másteres y de las tesis doctorales que tanto nos indignan, ¿alguien considera a todos esos perfiles culturales medio-bajos (por atractivos que algunos sean físicamente) capaces de convertirse, de un día para otro y por obra y gracia de la providencia, en los mayores cerebros de nuestra generación? Porque si yo me equivoco y en realidad ellos sí destilan esa inhumana inteligencia y fuerza de voluntad, me declaro víctima de la gran mascarada que han interpretado en cada una de sus apariciones y discursos públicos. Sin duda, deben de reservarse toda la erudición que poseen para su vida íntima.
Como apóstata de la raza humana que soy, quizás peque de una desmedida desconfianza en su capacidad de superación, pero me niego a admitir que los políticos españoles formen parte de una élite intelectual. Lo que me molesta no es que supuestamente les hayan aprobado sin leerse un libro o que hayan copiado y hecho trampas, sino que a ellos mismos y a la gente que les respalda no se les caiga la cara de vergüenza al defender la excelencia de sus currículos. ¿Quién sino un ignorante puede jactarse de ser experto en una materia que no ha estudiado? España es la némesis de la meritocracia y, en una sociedad tan iletrada, la cultura es la única forma posible de libertad. "Es más libre un librepensador en un calabozo -aseguraba el filósofo José Luis Sampedro en una de sus últimas entrevistas- que el guardia que lo custodia". Y aunque las oficinas del Sepe las conozca yo mucho más que cualquier político, al menos conservo la dignidad de no confundir el plural del imperativo con el infinitivo y, sobre todo, de poder aprobarme a mí mismo con esa catártica consigna moral que al propio Sampedro le gustaba repetir en sus clases y que Salvador de Madariaga relató en una anécdota recogida en su libro ‘España’: la de aquel orgulloso jornalero andaluz en paro que rechazó las monedas con las que pretendían comprar su voto afirmando "¡En mi hambre mando yo!".