Kabalcanty
Término (1ª parte)
Aunque se despertó varias veces, volvió a cerrar los ojos con la certeza de que su entorno no era más que el último eslabón de una pesadilla. Deseaba, al abrir los ojos, recobrar su cuarto de siempre, tan recogido, tan austero, tan parco en muebles, pero tan suyo como lo había sido desde hacía tanto tiempo. Sin embargo, no ocurría lo que deseaba.
Se incorporó sobre la cama y se restregó los ojos varias veces. Se encontraba en una amplísima habitación en la que la oscuridad se rompía tan sólo por un par de hendiduras junto al techo filtrando una luz clara. Olía mal, entre humedad y decrépita quietud, y fue descubriendo, al tiempo que su vista se amoldaba a la sombra, la capa retestinada de moho que cubría suelo y paredes. Se acercó a tocar el verdín que cubría las paredes y sintió asco, una repugnancia que se acrecentaba al inhalar la peste que despedía al moverse.
Sin más, se puso a andar, comprobando que la galería se extendía más allá de lo que imaginó. Arrastraba sus pies descalzos escudriñando su alrededor con la confianza de encontrar algo familiar, algo que le explicara, de alguna manera, qué narices hacía allí. Miraba y remiraba hallando oscuridad y vacío. Incluso el aire se hacía denso y pesado en aquella atmósfera infecta. Otra cosa que le resultaba novedosa (hizo un gesto de extrañeza que le combó los labios) era que sus pulmones parecían rejuvenecidos y, a pesar del aire que sentía viciado, respiraba con profundidad libre de las trabas que le procuraba su tabaquismo. Sin embargo, se dijo, "Me fumaría un dedo", tentándose inútilmente los laterales del pantalón del pijama.
Meditabundo, optó por sentarse en una bancada de piedra que encontró a su paso. Tan persistente seguía siendo la oscuridad como las incisiones junto al techo que aliviaban la lobreguez. Por más que pensaba no encontraba nada que le facilitara entender su situación. Recordó la jornada anterior: su llegada del trabajo, la ducha, la llamada a María (su última relación amorosa), la cena, el rato que miró la televisión viendo el programa de jóvenes valores de la canción, la pesadez del sueño en sus párpados, recordó acostarse como otras noches y poner el despertador en "on" para el día siguiente. Tardó algo más en acordarse que esa misma mañana tendría que presentar al jefe de sección el informe de optimización de la computadora de ensamblaje de piezas tipo D5. Lo recordó porque le costó dormirse pensando en cómo tomaría los últimos retoques del programa ese jefecillo de sección que siempre andaba jodiendo la marrana a cualquiera de sus subordinados. "Buff, un tipo insolente y agrio, el muy cabrón", se dijo, sintiendo el bisbiseo de sus labios retumbar en la galería.
Siempre se quitaba el reloj para dormir, así que su muñeca aparecía limpia y desconocedora, como él, del tiempo. Observando su muñeca, se fijó en su pantalón corto y su camiseta, su pijama habitual. En condiciones normales debería tener frío en este recinto húmedo y enorme, pensó, acercándose el antebrazo a los ojos para cerciorarse que, ni siquiera, tenía carne de gallina. Se encogió de hombros con conformismo y siguió caminando todavía con curiosidad.
Caminaría horas, ya que la luz de las rendijas mermó y se tornó acerada, sin que nada en su entrono variara un ápice. Camastros sucios en alguno de los rincones y ocasionales bancadas, horadadas en la piedra de las paredes, que parecían haber servido para otra cosa que para ser un mero asiento, se alternaban como única presencia en aquella estancia sin fin. Aburrido más que cansado, se dejó caer encima de un camastro. Por acompañarse de algo, emitió un grito que fue rebotando infinitamente hasta perderse en un crujido hueco.
— ¡Ya voy, carajo, ya voy!
La voz cascada que le respondió en la lejanía le hizo incorporarse de un salto.
Aguzó la vista y el oído mirando cómo las capas de la negrura se amansaban sobre el suelo mohoso. Fue escuchando un cascabeleo cada vez más cercano.
Al cabo de unos minutos le vio venir. Era un viejo enjuto ataviado con un uniforme deslucido, un par de tallas más grandes a la suya. Carraspeaba todo el rato, arrancando una tos profunda que gargajeaba en sus adentros. En la cintura, colgando de un cinto antediluviano, unas argollas metálicas sujetaban unas tarjetas plastificadas. Se acercó trabajosamente a él para tenderle unas de las tarjetas que desasió con dificultad del cinturón (lo cual le hizo maldecir y jurar corajudamente), tironeando con sus dedos sarmentosos con aparatosidad.
— Cualquier día me jodo la cadera con sacar las putas tarjetitas del ceñidor, amigo. Tu número: 185,298.418-K – dijo el viejo, acercándose la tarjeta a unos centímetros de los ojos y deletreando con notable dificultad y desgana.
Se quedó unos segundos balanceando la tarjeta en la mano, de la cual sólo se veían los alambres de sus dedos pues la manga del uniforme engullía el resto.
Él, frente a viejo, algo aturdido por la sorpresa de la visita, observaba bobalicón sin respuesta.
— ¡Coge de una jodida vez la tarjeta y deja de poner esa cara de gilipuertas! ¿Me oyes?
Cogió la tarjeta, desconcertado todavía, y preguntó sin saber, como por resorte.
— ¿Y para qué me sirve esta tarjeta, abuelo?
— ¿Abuelo, abuelo? –exclamó colérico, escupiendo perdigones al trasluz del ya mortecino resplandor- Tienes razón en que las tarjetas son gilipolleces y no sirven para nada, ya sí, de acuerdo…..pero….pero….. de abuelo nanai, amigo, nada de nada. Nunca fui abuelo, soltero y a mucha honra, señor mío. Tuve mis amoríos sí, claro que sí, pero de casarme nada de nada.
Le miraba sin comprender, como si se tratase de un viejo loco o borracho en el delirio de una melopea de sábado noche.
— Pero…..pero….. ¿Qué leches es todo esto? ¿Qué hago yo aquí, señor?
Preguntó casi sin querer, incentivado por los gritos del anciano y por un desconcierto que cada vez le parecía más y más absurdo.