Jesús Iglesias
Machocracia
La guerra por la erradicación del machismo es una de las más importantes que se está librando en el siglo XXI. No se trata solo de saldar una deuda histórica con la democracia y alcanzar esa utópica igualdad entre el hombre y la mujer, sino sobre todo de frenar la principal forma de dominación de unos seres humanos sobre otros y el imparable genocidio de género en el que se desangra cada día nuestra sociedad. La batalla contra la violencia machista es fundamental en la lucha por los derechos y libertades no solo de las mujeres, sino de todos nosotros. Es una lucha a vida o muerte contra la infamia, la ignorancia, la canallada, la hipocresía, la opacidad mental, la cobardía, el crimen… Es un combate ideológico crucial, en el que juega un papel imprescindible el movimiento feminista, pero que debe implicarnos a todos, ya que el credo sobre el que se sustenta el machismo configura también un repulsivo estereotipo para aquellos hombres que pensamos de un modo diferente al que dictan el 'status quo' y sus medios de comunicación de masas. Los roles que la 'machocracia' define para las mujeres me provocan la misma inquina que los que establece para la personalidad masculina.
Al tiempo que somete y ejecuta a sus víctimas en nombre de unos absurdos dogmas religiosos, sociales, económicos y sexuales (Dios jamás tiene rostro femenino, el protagonismo de la mujer en los libros de historia es ridículo y las estructuras sumisas y monogámicas de la familia son una imposición más que una decisión), el machismo también instaura un patrón cultural atroz para los hombres. Según establecen las doctrinas dominantes, el arquetipo de un buen machote tendría la simplicidad mental de un rodaballo; carecería de sensibilidad emocional y artística; invertiría cada minuto de su existencia en satisfacer sus instintos primarios; dominaría el mundo de la mecánica y forraría su habitación con pósteres de coches deportivos y motos; haría 'cosas de chicos' y conversaría sobre trivialidades con sus inseparables colegas; convertiría las estancias del piso en el que habita en una enorme pocilga; se jactaría de no leer más literatura que la del Marca; sonreiría al relatar su falta de destreza para las más sencillas tareas domésticas; presumiría de saber hacerse una tortilla francesa, llenaría su frigorífico únicamente de botellas de cerveza… Como la panda de cretinos con los que aquel infame anuncio de Heineken pretendía generar una suerte de empatía viril innata y que, en contraposición con el supuesto apasionamiento femenino por las prendas de ropa, aplaude de forma vehemente el hallazgo de una despensa hecha a la medida de un alcohólico.
No me cabe la menor duda de que muchos se sentirán plenamente identificados con los lugares comunes que acabo de describir. Todos nos topamos cada día con personajes que imitan de forma milimétrica ese rosario de clichés y que esbozan una histriónica sonrisa al enumerarlos. Por extravagante que suene, existimos hombres que damos mayor prioridad a los bienes comestibles que a la cerveza y que, por desgracia para nosotros, no alcanzamos cotas de felicidad absoluta solo por tener una birra en la mano. Y aunque parezca increíble, hay también varones que no hemos empapelado nuestra habitación con fotos de coches de Formula 1 e imágenes pornográficas de calendarios adquiridos en gasolineras, que desconocemos cómo funcionan las bujías y que nos quedamos en blanco cuando nos preguntan por la potencia y el modelo del vehículo que conducimos. A mí no me gusta la cerveza; me parece muy fácil aprender a usar una aspiradora; me gusta acompañar a mi pareja cuando va de compras; detesto el fútbol y a los futbolistas (Raúl Albiol, defensa de la Selección Española, llegó a decir en una entrevista que no escuchaba música); encuentro alivio y alimento en los libros y las expresiones culturales y artísticas; soy obsesivamente ordenado, y exijo de la vida algo más que sábados etílicos y conversaciones irrelevantes.
El machismo y la incultura explican, de hecho, que seleccione con mucho celo mis amistades masculinas, que nunca me haya sentido parte de una pandilla y que nada me parezca más aterrador que una manada de machos en busca de 'hembras'. Para muchos varones, la exaltación de los rituales del rebaño se traduce en reiterados e impunes actos de intimidación y agresiones sexuales. En un mundo decente, a nadie se le ocurriría rozar los pechos, el trasero o cualquier otra parte del cuerpo de una mujer sin su consentimiento y no se permitiría seguir ejerciendo a jueces que insultan a víctimas de violencia machista. En una sociedad educada en el respeto por nuestras prójimas, ellas podrían caminar solas por la calle sin que ninguno de esos enfermos mentales clavase violentas miradas en su anatomía o les dirigiese epítetos absolutamente ofensivos (y lo hacen además convencidos de que están en su derecho de importunar a una persona a la que no conocen de nada). Es algo que no solo debería molestar a las propias mujeres, sino a todos nosotros.
Resulta irritante ir paseando con mi pareja y que ella tenga que soportar esas vulgares inspecciones oculares con las que algunos creen conquistar su atención. Aunque ella vaya agarrada de mi mano, los acosadores deben de dar por sentado que está en una relación sentimental o sexual que no le complace y que aguarda con ansia a que precisamente ellos, viva imagen de la seducción, posen la mirada en su rostro. De ese modo, cualquier mujer caerá rendida ante los especiales atributos que solo ellos, y nadie más, poseen. Que una mujer esté con alguien porque así lo ha decidido no es una opción factible. La actitud de los pocos que se acercan para entablar conversación es todavía peor: suelen dirigirse a mí para comentarme lo guapa que es (una opinión, la suya, esencial para mí) y, en su analfabeta visión de la deferencia, me regalan perlas como: "¡Te lo digo con respeto, que ya sé que es tuya!". "No, no es mía, ni tuya, ni de nadie. Y el respeto se lo debes a ella, así que no me hables a mí como si ella no estuviese presente y deja de contaminar la vida con tu presencia".
Un individuo incapaz de discernir por qué al feminismo se le denomina feminismo en lugar de 'igualitarismo' no dispone de la capacidad moral e intelectual de comprender lo nauseabundo que resulta verle girarse para contemplar el trasero de una chica veinte años más joven que él, mientras lleva de la mano a su hija de tan solo diez (una lamentable imagen que, lejos de ser un hecho aislado, es el pan nuestro de cada día). La futilidad de sus argumentos es equiparable a la de su incultura y a la de su propia acomplejada existencia. No existe empatía posible con su modo de vivir la masculinidad. Apelar a la necesidad de una especie de sororidad fálica resulta tan repugnante como poner en tela de juicio la pertinencia del movimiento feminista o defender la celebración del Día del Macho. Jamás seré amigo de alguien que repite frases del tipo: "Los hombres siempre nos llevamos bien entre nosotros, no como las mujeres" (conmigo, desde luego, no te vas a llevar bien). A los hombres nos corresponde tanto como a las mujeres combatir esos comportamientos machistas y revelarnos contra los actuales dogmas que definen la masculinidad.