Kabalcanty
Con una Luger calibre 11,43
Con la pistola falsa todavía en la mano, preso de un ataque de pánico que le tenía inmovilizado, Rogelio miraba al empleado por no atreverse a girar la cabeza. A su alrededor los clientes gritaban arremolinados en una de las esquinas del local atentos a la carrera del vigilante de seguridad, al tiempo que los demás empleados del banco accionaban insistentemente la alarma bajo sus mesas. Fueron pocos segundos que a Rogelio se le hicieron eternos mientras notaba cómo le bañaba el sudor por entero, a pesar de ser uno de los primeros días de enero, donde la helada del amanecer todavía perduraba en las calles.
— ¡Suelta eso, so mierda!
El vigilante, viendo la actitud pusilánime del atracador, le tiró de un manotazo la pistola de cromo vanadio y le esposó sin resistencia.
Rogelio, sintiéndose ya reo, soslayaba los pies de la gente de su alrededor escuchando, ahora, al envalentonado al gentío.
"Sinvergüenza, cabrón, hijo de puta, mamarracho, ladrón de mierda, ojalá te pudras en la cárcel, a ti te daba yo una pala y un pico en los diez años próximos...". Le gritaban coléricos rodeando a los dos.
— Tranquilidad, señores, pronto vendrá la policía y esto se acabará. Les aconsejo que reanuden sus gestiones en el banco, por favor. – decía el vigilante protegiendo con sus brazos al detenido.
Rogelio observaba en el suelo la replica de la Luger calibre 11,43 mm que había cogido de la habitación de su hijo mayor días antes. Fue un regalo para su hijo cuando cumplió los dieciséis años, lo recordaba, debido a su afición a películas, libros y comics de acción bélica. Eran otros tiempos, como otros tiempos fueron los de su hijo que acabó estudiando filología griega y olvidando las armas y las escaramuzas bélicas.
El sudor le rodaba por el rostro y se metía en sus ojos escociéndoselos.
Rogelio había pasado las navidades más tristes de su vida, el colofón a una serie de infortunios que trunco su familia en el año que él cumplió los sesenta y tres. Todo salió mal con una dedicación certera.
Rogelio perdió su trabajo de carpintero unos años antes, fue el primer miembro de la familia que escuchó cerrarse la puerta de la casa por las mañanas con él dentro. Disfrutó unos meses del dinero por la prestación de desempleo para entrar de lleno en el saco de los mayores de cincuenta y cinco años. Decían que de ahí no se salía nunca a no ser con los pies por delante, y comprobó que era así. Casos y casos de esa clase de desempleados atiborraban archivos y listas inacabables en un desierto tan burocrático como estéril.
Luego fue su esposa la que en una restructuración de plantilla sufrió la merma de la mitad de su salario y casi el doble de sus obligaciones laborales. El clima en la fábrica se hizo tenso e inestable hasta el punto que la dirección tomó la decisión de vender el negocio a una empresa china. Los orientales tomaron el mando y optaron por despedir a más de la mitad de la plantilla e integrar mano de obra de su país, evidentemente más laboriosa, sumisa y de menores exigencias salariales. Su mujer entró en el dique seco a mediados del mes de mayo.
Su hijo menor regentaba un negocio, junto con otro amigo, de hostelería. Todo iba bien hasta que las ordenanzas municipales cambiaron exigiéndole al local una serie de reformas costosas. El crédito que pagaban a un banco por la reforma inicial, el alquiler del local, las obras y el estar más de tres meses cerrado el negocio dieron al traste con todo y endeudándolos para varios años. El hijo, desbordado por la situación, cayó en una profunda depresión cuya secuela visible era un mutismo exacerbado que le hacía pasar horas y horas escudriñando el granulado de la pared de su cuarto.
Finalmente fue el hijo mayor, semanas antes de las fiestas navideñas, el que fue despedido de su puesto, fijo discontinuo, como profesor de literatura con motivo de unas elecciones comunitarias que se llevaron por delante al antiguo director del instituto. El recién elegido nuevo director hizo un barrido de los profesores que no eran adeptos a la nueva ideología ganada en las urnas y su hijo mayor estaba en la lista de los defenestrados.
De esta manera Rogelio, no sé sabe a ciencia cierta lo que se le pasó realmente por la cabeza, tomó la decisión de atracar un banco. Es evidente que fue una determinación alocada, impulsiva, tan desesperada como la situación que respiraba en su hogar. Es seguro que él nunca se vio como ese atracador que iba a salir victorioso con su botín, sin embargo algo debió moverse en su interior que le consolaba en parte de esa exclusión social. Acaso fue una venganza, que él siempre supo que no iba a concluir, o tal vez el simple hecho de hacer algo determinante que no le señalara como a un pobre parado con la perspectiva de una jubilación miserable. Rogelio pudo pensar, en el tan sobrante tiempo que le acompañaba, que la solución radicaba sólo en el acto, en el gruñido feroz que invocaba a la violencia, en la lucha desigual que siempre le marcaba como el perdedor de antemano, y que las consecuencias eran lo de menos. Sobrevivir era luchar aunque fuera para volver a perder y volver a perder y volver a perder.
Abrió sus brazos mansamente para que los policías, que entraron desaforados y muy en su papel cuando, en realidad, ya el público había retornado a sus rutinas bancarias, le llevaran en volandas al coche oficial.
En el recinto del banco hubo alguien que musitó algún que otro insulto final y quien aplaudió a los policías y palmeó la anchurosa espalda del vigilante de seguridad, pero fueron los menos, los últimos de las colas que esperaban su turno aburridos.
El detenido, ya dentro del coche, derretido en sudor, máxime del exagerado nivel calorífico del aire acondicionado, quizás pensara en la forma de explicarles a sus familiares el extravío de la Luger calibre 11,43. Posiblemente.