Jesús Iglesias
La mala educación
Tras un par de intentos fallidos con el yoga y la meditación, que acabaron por provocar un 'efecto rebote' en mi falta de paciencia e indulgencia con los demás, he vuelto a hallar en la escritura el desahogo necesario ante una de las mayores miserias humanas: la mala educación. Lejos de dedicar un libro a analizar la ausencia de gentileza y buenos modales en la sociedad española, he encontrado el paliativo que precisaba en la reseña, una disciplina literaria democratizada por las nuevas tecnologías y baluarte de la lucha por la dignidad de los consumidores. Su redacción me permite mantener el equilibrio emocional y anestesiar las rutinarias faltas de cortesía y amabilidad que se producen en tiendas, cafeterías, restaurantes, organismos públicos, entidades bancarias y en todos aquellos ámbitos vinculados a la (des-)atención al cliente.
No sé si la inminente amenaza de convertirme en un cuarentón y mi creciente misantropía me han vuelto alérgico a los maleducados, pero cada vez que entro en un establecimiento comercial de la ciudad tengo la sensación de estar solicitando un favor. La ausencia de proactividad, de un entusiasta "¡Buenos días!", de un rostro sonriente y de un trato formal es tan frecuente que a veces me pregunto si mi irrupción estará importunando la gestación de algún pensamiento trascendental. A menudo, tras pagar un producto, doy las gracias, digo "¡Hasta luego!" y un rancio eco de chicle masticado me invita al destierro. El camarero de una frecuentada cafetería se refiere a mí como "¡Máquina!" al devolverme el cambio y ha acuñado el apelativo "¡Campeón!" para un amigo que toma allí el café a diario. Mi padre, de 66 años, se ha planteado iniciar acciones legales contra los bares en los que le llamen "¡Chico!".
Mi madre sostiene que soy demasiado meticuloso y que, seguramente, la persona que me atendió "tenía un mal día". Si esto último es cierto, los padecimientos del alma y las depresiones deben de ser una epidemia en Pontevedra. Porque yo también nací aquí, sobrellevo contratiempos mundanos y, a pesar de ello, sé mostrarme gentil y cortés con los demás y decir "¡Buenas tardes!", "¿Necesita que le ayude con algo?" o "¡Gracias a usted!". Ese es el trato que se merece cualquier otro ser humano al que nos dirijamos, lo conozcamos o no, y más aún si le cobramos por ofrecerle un producto o servicio. El respeto y las buenas maneras con el prójimo no son algo opcional, tal y como asumen algunos. Hablar a un cliente en un tono inadecuado no es tener mucho ‘carácter’, sino ser un maleducado. Con ese adjetivo califiqué precisamente a la bronceada dependienta de una tienda de teléfonos móviles a la que solicité ayuda para activar una tarjeta y que delegó competencias en una compañera suya: "Atiéndele tú, que yo no tengo paciencia". Ella misma confirmó lo conveniente del epíteto cuando yo abandonaba el establecimiento y, en presencia de otros dos clientes, se despidió de mí con un "¡Vete a tomar por el culo!".
En otra ocasión, la veterana empleada de una cafetería de A Ferrería se mostró así de despótica cuando busqué en Google una descripción de salpicón que no coincidía con la suya: "¿Me vas a decir tú lo que es?". "Yo no, lo puede buscar usted en Internet", repliqué. "Eso es lo malo de Internet, que cualquiera sabe de todo", se atrevió a escupir ella como si acabase de recibir una estrella Michelin. Más modesta y escueta fue la cocinera de una casa rural de Allariz con la que quise ser agradable tras degustar una deliciosa cena: "Estaba todo buenísimo, muchas gracias". Me dejó claro lo acostumbrada que estaba a piropos similares con un seco "Vale". Transpiraba tanta efusividad como las caras de agonía con las que las que te atropellan por los pasillos de las tiendas algunas dependientas de Benito Corbal, o la que emanan los atribulados rostros de muchos funcionarios públicos (¿es requisito estar amargado para aprobar una oposición?).
Me asombraría que el cartel de 'Se alquila' no apareciese pronto en los vidrios de otra infame cafetería pontevedresa ubicada en una zona de tránsito de viajeros. En ella sirvieron a una amiga mía un café solo en el que se daba unos 'largos' una reluciente mosca de lomos verdes. El camarero no solo no pidió disculpas, sino que titubeó a la hora de sustituir la taza por una en condiciones y, cuando regresó con la misma, aseveró: "Debió de llegar volando y le cayó". La damnificada no pudo contenerse y protestó: "No, la mosca ya venía en la taza, ¡perdona!… Eso es lo que deberías pedirme tú a mí". El mozo tuvo las santas agallas de retirarse diciendo "De nada". Aunque por un desdén mucho menos escatológico, hace un par de días deseché para mi boda la propuesta de un DJ que se presentó con un "Mira, vamos a ver unas cosiñas…". No he tenido ni la curiosidad de conocer sus presupuestos, cuyas oscilaciones se fundamentan en el hecho de que "no es lo mismo que quieras un utilitario que un descapotable para ir a ligar (símil al que siguió una carcajada cómplice con el futuro marido)".
El ensayista y profesor Antonio Escohotado explicó hace unos años a Sánchez Dragó en una entrevista su conclusión teórica más reciente a este respecto: "Un país no es rico porque tenga diamantes o petróleo. Un país es rico porque tiene educación. Educación significa que, aunque puedas robar, no robas. Educación significa que tú vas paseando por la calle, la acera es estrecha y tú te bajas y dices "Disculpe". Educación es que, cuando vas a pagar la factura de una tienda o de un restaurante, dices "Gracias" cuando te la traen y das propina". Un razonamiento muy certero acerca de los mimbres sobre los que debería edificarse la opulencia de una sociedad y que, a nivel microeconómico, permitiría una fidelización de clientes sustentada en algo más que en poner un cutre 'pincho' con la consumición o en rebajar un 50% el precio de unos calzoncillos. Además de ser el mejor valor añadido del que pueda presumir cualquier negocio, la gentileza y la cortesía instauran el imperio del civismo, de una convivencia cimentada en la tolerancia. Como sentencia Escohotado, "la riqueza es conocimiento y, sobre todo, un conocimiento que permite un respeto ilimitado por los demás".