Kabalcanty
Los maricones y la guerra (primera parte)
Algunos de los soldados cogieron su ración de rancho del puchero que humeaba opalino en la noche; los demás, sentados y apoyadas las espaldas contra las ruedas del camión, cubrían su gesto grave hincando sus barbillas en sus pechos. Román, el soldado más joven, rompió en un sollozo que resonó como insólito trueno.
— ¿Qué maricón de mierda?
Dijo el sargento Lavilla, dirigiéndose endemoniado al grupo de soldados.
Detrás de la escena, los condenados esperaban el más tardío amanecer atados con una soga alrededor del tronco de un árbol. Entre sus ropas ajadas y sus rostros renegridos, se palpaba la solemnidad muda de quien se sabe cerca de la muerte.
El sargento Lavilla sacó a patadas al soldado Román mientras este se ovillaba en un ataque de nervios.
— ¡Me cago en la puta madre que no quiero maricones llorones en mi pelotón! –gritó a la vez que seguía golpeándole sin tino- ¡Te vas a enterar tú de lo que vale un peine, cabrón!
A lo lejos, en las siluetas de las colinas que se dibujaban como una dentadura fiera, comenzaba a aflorar el rojizo de la aurora. La profusión de olivos chamuscados, fruto de los meses de guerra, que antecedían a las lomas asemejaban hileras de funestos espectros rindiendo pleitesía a un dios nocturno.
Los soldados que comían el rancho, agrupados alrededor del perol, observaban desafiantes a los que hacían vigilia junto al vehículo. Todo era silencio tenso, oscuro, que fue haciéndose más vigoroso cuando el soldado Román dejó de llorar y quedó tendido de costado varios metros detrás del camión.
— Y cualquier maricón de mierda que me vuelva a llorar, le descerrajo un tiro con esta que le pongo los sesos a la fresca, ¿entendido?
El suboficial Lavilla, pistola en mano, se giraba ofreciendo su gesto brutal resaltado su perfil por las ascuas que caldeaban el perol.
— ¡¡Moriremos por la libertad!! –se escuchó una voz masculina entre los condenados.
Lavilla, como por resorte, fue hacia ellos empuñando su pistola.
— ¡Sargento déjese de leches!
El teniente se había bajado del camión para gritarle al suboficial.
El sargento fulminó con su mirada iracunda al grupo de condenados y masculló algo despectivo antes de darse la media vuelta.
— No menciones ya la libertad, Pepe, ahora que nos falta tan poco para irnos al otro barrio. –dijo en voz baja uno de los condenados, ya alejado el sargento.
— Tiene razón, hermano, calla porque esta vez hemos perdido todos los que estamos aquí.
Era una mujer morena con una coleta floja sujeta con una cinta azulada. En su rostro sucio resaltaba la ausencia de varios dientes.
— ¡Hijos de mala madre!
— Calla, por favor. –suplicó la hermana en sordina, arrimando su rostro al de él.
El sargento Lavilla se cuadró al llegar a la altura del teniente.
— No te hagas mala sangre y tranquilízate; a ese puñado de maricones les queda un suspiro, además está el cura ese en el camión y lo mismo le espantas la soñarrera.
Dijo el teniente jocoso, llevándose al suboficial a un aparte. “Ven, tómate un lingotazo de esa cazalla que ha traído el cabo Segura y ya verás cómo te aplaca”, acabó diciendo.
Entre los soldados que no probaban bocado, Romero, un fornido tipo de las tierras del sur con el pelo cortado al cero, daba rienda suelta a su incontenible labia.
—… y es la primera vez, y os juro por mi santa madre, que tengo las tripas revueltas –decía mirando a unos y a otros- Tú dime, Martín, tú que eres el más instruido de todos los mendrugos que estamos aquí: ¿no piensas como yo?, ¿es que nos hemos vuelto todos maricones?
Martín se enjugó con un trapo mugriento el sudor que le perlaba la frente.
— Creo que nos pasa a todos, –dijo soslayando a los que cenaban alrededor del perol- incluso a esos que se creen muy duros. Esto es matar por matar, asesinar, no defenderse; y nadie es maricón, joder, somos hombres con sentimientos humanos, nada más.
— Si pudiera, me iría de aquí a tomar por culo –dijo el soldado Aguilar meneando la cabeza.
— Chissssssst, habla bajo, coño, a ver si te va a oír el sargento y será peor- musitó Romero.
El padre Telmo, veterano ya en estos actos al alba, sesteaba en la cabina del camión. Su biblia de bolsillo, cogida entre sus manos, le servía de almohada a su frente sobre el salpicadero del vehículo militar; ni siquiera alteró su sueño la entrada del teniente para coger la botella cazalla y tendérsela al sargento.
El final de la noche discurría alrededor del perol con silencios prolongados y frases hechas. Fue el cabo Segura el que llevó la batuta de la conversación cuando fumaban después de terminar el rancho.
— Sólo los maricones tienen miedo –dijo con su deje despectivo, señalando al grupo de condenados y soslayando a los soldados que no comieron- Si me dieran una perra gorda por cada revolucionario que me he cargado mañana era Marqués de Segura, fijo.
Rieron todos sin excesiva efusión.
Las ascuas teñían de rojo las caras de los soldados envueltos en la humareda grísea que elevaban sus cigarrillos de picadura, una atmosfera irreal que parecía trascender hacia un celaje que iba perdiendo estrellas.
— Pero lo que nunca he hecho, compañeros, -dijo el cabo Segura achicando sus ojos malintencionadamente y bajando la voz- es follarme a una muerta.
— Hostia tú, Segura –musitó molesto el soldado Barcazas.
— A la mellada esa, la hermana del periodista, para esa va a ir mi tiro, ya me las apañaré. Le di la hostia y le salté los dientes pero ahora, medio muerta, va a ir al infierno con polla Segura.
Rieron algunos soldados el chascarrillo tratando de no encontrar los ojos del cabo.
— Se me ha metido en los cojones esa experiencia, compañeros.
Tras las colinas, el sol iba despuntando como un primer aldabonazo a la muerte.