Carlos Regojo Solla
La legión de los mil bígaros
Aquella tarde apacible de invierno, sobre las tres, cuando un espléndido e inusual sol lucía nítido sobre la costa, en mi paseo, obligado por apetecible, sobre la playa, descalzo, me asombraba de la lisura de la arena inmaculada tras la suave resaca reciente, iniciado ya el intercambio de marea, con el agua ahora subiendo con mansedumbre en aquella hora mágica, rompiendo en la arena sedienta, absorbente, con la pereza y la necesidad de un acto millones de veces interpretado, tal avidez de un niño hambriento, en uno de esos pocos sonidos de traducción imposible en que la arena pretende beberse al mar, tirando de él para que no escape. Nada sobre la arena, ni una pisada de gaviota, ni la huella de un perro, ni de su amo, ni un alga naufragada. Nada que rompiese el finísimo rizado de los granos de arena tejidos en un lienzo amarillento brillante que se confundía, al tocar el mar en aquella hora, con el plateado y cegador reflejo del sol sobre el espejo sospechosamente manso, en un cercano poniente. Daba pena hollar tal perfección de un paraíso virgen en apariencia ignorado. Era como si nunca nadie hubiese roto la naturaleza en aquel lugar. Pensé en la plenitud del sosiego que habrá sentido la vida antes de nuestra "inteligente” irrupción.
A lo lejos la playa doblaba a sotavento de las furias, estableciendo con claridad una línea de separación entre la fuerza y la calma. Metros de arena por medio destacaba una solitaria roca, incrustada en mitad del arenal, próxima de unas rompientes de granito oscurecido por las algas y mejillones que se encontraban en zona de temer. Todo muy junto pero claramente definido, entras por el portal y te cubres, sales y te ensopas. Me dirigí hacia allí en la inercia del paseo, nada importante, como buscando la intención, el porqué de aquel pedazo de piedra más gris, claramente descolonizada. Al llegar observé unas extrañas marcas sobre la arena que partían en línea recta desde su base en dirección a las rocas de la rompiente. Aquellas marcas en perfecta alineación eran como hilos un tanto brillantes a la luz del sol que incidía ya muy inclinada, conformando en conjunto un camino de apenas una cuarta de ancho, perfectamente recto, como si alguien hubiese rastrillado, en la impoluta arena dorada, un corredor sin desvío alguno que desaparecía al borde del grupo rocoso cercano en que arribaban para morir olas inacabables y endebles en la paz del momento. Seguí la trayectoria de aquel extraño caminito de unos quince metros y luego, intrigado lo rehice en sentido contrario, de nuevo hasta la roca de la playa, donde terminaba. Observé la roca, un saliente de seguro perteneciente a un grupo mayor que permanecía enterrado bajo la arena que a su vez conectaba con las rompientes. Tenía forma de plano inclinado con una visera por su parte interior que protegía una pequeña cueva en la pared de la cual había decenas de bígaros apretujados unos contra los otros formando un extrañísimo cuadro, una composición propia de un genio como Dalí. Me sorprendió aquel exceso de caracoles, abigarrados y quietos. Deduje, asombrado, que aquel camino estaba causado por el roce en la marcha de los moluscos desde la rompiente tal vez para aparearse. ¡Manda guevos!, pensé, ¡Qué tropa! ¡ Lo que son capaces de hacer estos bichos por amor! Fugaz, pasó por mi cabeza la idea instintiva de recogerlos y llevármelos para cocinar porque están buenísimos si los cueces sin pasarte, en el propio agua de mar, y eran tantos que, de una atacada, hubiera recolectado una generosa cantidad de ellos; pero no lo hice tal vez por respeto a su esfuerzo o porque no tenía en qué llevarlos y me fui pensativo y asombrado durante un buen rato hasta que otras cosas desviaron mi atención, en tanto aquel sol, ligeramente extraño, comenzaba a ser engullido por el mar en la línea de todas las desapariciones que tan confundida tuvo siempre a los doctos castigadores de anatemas.
En la noche llegó aquella tormenta que preludiaba la falsa paz de la tarde anterior; una galerna de esas de cuidado que nos manda el Cantábrico, que nadie esperaba, capaz de arrancar los pesqueros de sus muertos y demás anclajes en Portonovo para dejarlos sentados de babor en el "peirado” de Ons, como le pasó al "Rosita”, viejo barco familiar cargado por entonces de un par de trasmallos, (cuándo los trasmallos eran legales), treinta nasas y media docena de unos artilugios de mano a modo de bastones rematados en una trampa de red, parecidos a esos busca objetos metálicos, que servían para cazar nécoras entre las rocas, a pie, y que había inventado Maquieira el gran pescador que tenía una surtidísima tienda de aparejos, trucos y experiencias para dulce y salado en la Calle real; galerna, decía, que afectó casi de muerte al Rosita en el invierno del 78, para cabreo de Lalo, su patrón y capitán, avezado durante su juventud en singladuras entre Cíes y Bayona, como había hecho su gente antaño cuando los veleros ultramarinos de madera trataban de buscar refugio al pairo de las Sias, antes de entrar en Vigo, rescatando en las noches de temporal a los hombres de los buques que no lo habían conseguido. Era el Rosita un pequeño barco que Lalo, exquisito detallista, cuidaba con gran esmero, sosteniendo una batalla perdida con la mierda de las gaviotas, lo que no le quitaba la fina ironía de quien se rie de si mismo. Recuerdo su sorna al ver al Rosita tras la galerna del 76, medio despanzurrado con la quilla al aire, antes de devolverlo a los astilleros de Moaña para su reparación.
- Joder, la verdad es que le hace falta una limpieza de casco.
La furia del viento se hizo sentir también tierra adentro con la fuerza del desvelo. Despierto me vino a la mente el fenómeno observado por la tarde, el de los bígaros, y me asombré de la conclusión a la que me llevó la razón.
Al día siguiente, sobre las cinco de la tarde, volví a la playa, a algo más de medio bajamar, en una visita relámpago tal vez con una escondida motivación inconfesable, más que científica, para la cual llevaba una bolsa y una garrafa plástica vacía. Apuré el paso sobre un tapizado de algas enrolladas con maderas y restos de plástico y el armazón de una corona de flores, lleno de los alfileres con que habían sido sujetados tal vez algunos claveles, destacando, patética, la tristeza con que había sido lanzada al agua. Me acordé de aquella vez, hacía ya no sé cuánto, pero mucho, que me encontré, en otra playa, un juramento hipocrático enmarcado que recogí y llevé a casa para enseñárselo a mi hijo, a la sazón preparando el MIR en Porto en la especialidad de Anatomía Patológica, preguntándole por la ética de aquel hallazgo a lo que, como única respuesta, esbozó una sonrisa de perdonavidas que me dejo helado. La leche, cómo andamos!
El griterío escandaloso de un bando de gaviotas que descansaban en la arena, alzando el vuelo con un cabreo monumental, perturbadas por mi llegada, me volvió a la intención prístina. La mirada fija en la roca, un poco más descubierta. En el interior, en su parte protegida, no había nada, ni un bicho. El camino que el día anterior había llamado mi atención, persistía. Los bígaros, oliéndose la tormenta y tal vez al depredador, habían hecho un viaje a los cuarteles de invierno desde las rompientes vivaqueado en aquella roca solitaria para protegerse de la tormenta, retomando el camino de vuelta a su medio natural al pasar ésta. Metros de marcha lenta y costosa no para amarse sino para conservar sus vidas. Imaginarlos progresando con sus cascos de concha, alienados, decididos … ¡¡Cielo santo!! ¡ Menudo espectáculo! ¡Qué pena no haber estado allí en ese momento!
Quedé petrificado. A mi que no me fastidien. Aquellos bichos, cada uno de los cuales no medirían mas que una uña de un dedo, habían establecido un sistema de defensa como muy pocos generales hubieran hecho, comunicados solo(?) por su instinto; todos desde el mar a la costa en un viaje incalculable sobre una arena difícil de grano grande y suelto. Todo un éxodo ejemplar, planificado y perfecto. Un viaje de ida y vuelta que nada envidia al de cualquier nave Apolo que, por el momento, es lo único tripulado que se ha largado y vuelto a la casa vecina de Selene ,según opiniones.
A los casos de inteligencia animal, que en realidad buscamos como posesos para establecer nuestra patética hegemonía, de delfines, ballenas, elefantes, cuervos …, a los cuales miramos por encima del hombro, con la soberbia de poseer una razón para comparar, a todas esas criaturas digo, debemos añadir con urgencia a los bígaros y colocarlos como número uno en el escalafón de la sucesión de/a las "bestias”. Yo premiaría a sus vanguardias con la "Legión de Honra de las Galernas", solicitando con urgencia un encuentro en quinta fase con esta especie, exquisita en el plato (dicho sea al paso), a fin de conocer previamente los peligros meteorológicos que puedan suceder y que tantos destrozos causan.
Veritas est.
Carlos Regojo Solla.