Kabalcanty
Los huecos (Parte tercera)
Esperé en casa hasta que llegara mi hijo mayor haciendo un borrador escrito de todo lo que tenía que comunicarles. Si bien comencé a redactar de manera sucinta, reconozco que, embebido en la escritura, me dejé llevar por ciertas licencias literarias que no sé muy bien por qué acudieron a mi mente.
Todos se sentaron alrededor de la mesa del comedor (refunfuñando algunos, como el pequeño, ya que su programa de televisión comenzaría en breve) y me observaron expectantes, mirándose entre sí con perplejidad.
Les conté todo, absolutamente todo, tal y cómo tenía esquematizado en la hoja que escribí antes, para terminar de esta manera: ".... Todo se produjo siguiendo el orden habitual. Perseguía, me despeñé, me desangré en una quebrada, morí y esta barca me debería haber llevado al más allá. Me había gustado vivir y estaba contento de haber muerto; feliz arrojé yo, el vagabundo de los bosques, antes de entrar en la barca, el zurrón y la cazadora, que siempre había llevado con orgullo, luego me introduje en la mortaja como una muchacha que se pone el traje de novia. Aquí yací y esperé." (*)
Hubo unos instantes de silencio, tan sólo desde el volumen bajo del televisor nos llegaban los consejos publicitarios.
— Si que me fastidia que hayas perdido tu trabajo y la mochila con los tápers desde luego, -dijo con voz adusta mi mujer, levantándose y acercándose a mí- pero lo que más me revienta es que hayas vuelto a beber, Ramón. ¿Se puede saber qué canastos nos estás contando?
Tuve unos momentos dubitativos, me sentía algo ridículo y, sobre todo, por la última parrafada que les largué.
Veía a mis hijos, por el rabillo del ojo, riéndose entre ellos mientras aparentaban cierta gravedad; se golpeaban con los codos, bajo la mesa, retándose a ver quién de los dos aguantaba más la carcajada.
Mi mujer esperaba mi respuesta cruzada de brazos a unos palmos de mi cara, tenía fruncidas las cejas y su boca se arqueaba en un gesto glacial.
— Lamento haberos ocultado mi despido, -dije, al fin, sin convicción- pero lo que más necesito de vosotros ahora es que comprendáis mi desesperación con esas desapariciones tan extrañas.
— Por favor, Ramón.
Dijo ella, dándome la espalda y perdiéndose por la puerta de la cocina.
Mis dos hijos se quedaron unos minutos observándome como un extraño, estudiándome como si delante de ellos conocieran a alguien desconocido y esperpéntico.
Al final rieron abiertamente. El pequeño subió el volumen para ver su programa de televisión y el mayor se fue, colocándose sus auriculares, en dirección de su cuarto.
Me senté sobre el pico de la mesa sintiendo cómo crujía la vetusta madera. Constaté la pobreza de mi hogar para embargarme en una desconocida sensación de frialdad que se evidenciaba con unas gotas de sudor helado que notaba mojándome las sienes. Me hubiera gustado fumar o beber, sin embargo me había quedado sin tabaco y la cerveza era algo que ya no podía permitirse mi economía. Con los brazos caídos, la espalda encorvada y oliendo a cebolla frita que oía crepitar en la cocina, escuchaba al presentador de televisión decir las mismas imbecilidades de todos los días.
Con todo, logré moverme, cosa que cada vez me costaba más, y acodarme en la ventana. La noche era esa negrura que se alargaba en la calle con esos múltiples ojillos que eran las ventanas iluminadas de los edificios de enfrente. Se apagaban unas, se encendían otras. Cuando observé a los escasos paseantes de las aceras, pensé en cuál de entre esas lucecitas habría el hueco humeante de una evaporación. En qué lugar habría alguien que ya no estaba sin explicación y si habría alguien como yo presenciándolo. El cielo era opaco, sin estrellas, sin respuesta alguna, tan sólo el reflejo de una luminosidad de miles y miles de ventanitas de, quizás, algún o algunos que, ya ausentes, se dejaron la luz puesta.
Logré desentornar los ojos, que aunque abiertos los encontraba demasiado pesados, y hallé vacía la calle. Nadie paseaba entonces, los que acababa de ver hacia unos minutos ya no estaban.
— He llamado al buzón de voz del intermediador laboral- me dijo mi mujer a mis espaldas- para que te cite esta semana. Habrá que encontrar una solución.
Al terminar esta frase me pinzó con indulgencia el hombro.
— Esta la cena puesta, cuando quieras.
No tardé en darme la vuelta para ir a la mesa.
En la televisión sonaba el mismo sonsonete del concurso y sobre mesa había cuatro platos humeantes que juntaban su vapor con el de las tres sillas. La de mi mujer tenía el hueco más profundo, también más cercano al filo de la silla, y aparecía retirada como si ni siquiera se hubiera arrimado a la mesa; las de mis hijos estaban casi pegadas a la mesa, ambas a cada lado de su madre, tan cadentes como vacías. Me fijé que la luz de la destartalada lámpara de cuatro brazos aspiraba el humo de los platos y las sillas acogiéndolos con su luz polvorienta.
Me senté en mi silla y retiré ligeramente el plato que me correspondía. Aquello se me iba de las manos y la volatilización de mi familia lo confirmaba.
Se me ocurrió, y eso me hizo saltar de la silla como un resorte, en alguna broma de mis hijos y busqué a todos por la casa. No hubo rincón que no explorara ni ventana que no me asomara con la esperanza de hallarlos hilarantes en plena calle. Pero nada dio resultado. Se habían desvanecido como se fue "El Paria", Fermín o Serafín.
(*): Del relato de Franz Kafka "Otros textos sobre el cazador Gracchus"