Modesto Martínez Pillado
La Oliva
Los veo caminar por la calle de la Oliva. Personas anónimas. Me fijo en sus caras. Existen reglas no escritas para el comportamiento de las personas. Una de esas reglas es el tiempo que nos asignamos para mirar a otros que nos cruzamos por la calle. No está establecido. Es un momento, un instante quizás, un segundo, quizás menos, solo para no tropezarse, solo para no dar la impresión que vas en la Luna.
Al caminar por la calle de La Oliva trato de aprovechar ese tiempo no escrito para observar las caras de las personas. Ese tramo que va desde el arranque de la Peregrina hasta el cruce de los Castellanos es un reflejo de la propia ciudad. La cara de las personas te dice mucho de lo que está pasando. El recurso fácil es decir que están tristes, la crisis como explicación. Sin embargo, no se percibe de forma general. No es lo mismo la cara de una persona que camina sola que aquella otra que va acompañada, y mucho menos si además, conversa con esa compañía.
Me fijo en esas personas que caminan solas por la calle de la Oliva, más de un instante, quizás un segundo. Se extrañan, claro, es lo que toca. Unas van rápido, otras se paran ante el escaparate de la perfumería Tito de la Peña. Trato de saber su estado de ánimo. No me dicen mucho. Además de su cara, la forma de caminar transmite ese estado de ánimo. Es más fácil en las mujeres. Sin embargo, ese segundo, ese momento más allá del instante en el que tratas de escudriñar que piensan puede ser mal interpretado. Y no digamos en los hombres.
No sé si fue de forma inconsciente, pero al pasear por la calle de La Oliva, además de su estado de ánimo trato de saber, imaginar, a qué se dedican. Me fijo en una mujer, calculo 47 años, quizás con una blusa de Uterque, una falda bien conjuntada de Zara tal vez, con un bolso perfecto para el conjunto. Manos bien cuidadas, melena bop. Nada es casual, mirada neutra. Camina sola. Se le observa con mirada preocupada. Se acerca hacia la joyería Suárez pero no se para. Se le nota ausente de lo que observa. Me la imagino pensando en su hija. Me la imagino como profesora de una clase de preescolar.
Al momento, se cruza un hombre, 50 años, con bigote. Me resulta conocido, sin embargo, no sé por qué. Camina mucho más rápido, no se detiene ante nada, pero habla para sí mismo. Imagino que trata de explicarse un problema con su jefe.
Mientras, capta mi atención, una madre joven, insultantemente joven, con dos hijos pequeños en un carrito. Ella está preocupada, la imagino porque no le dará tiempo de hacer todo lo que tiene previsto. Así es la Oliva, una calle viva, como este digital que tiene en sus manos.