Luis López Rodríguez
Quino
Se fue porque quería ser punki y en su casa no le dejaban. Bueno, lo que en realidad no querían sus padres era que llevase aquellas pintas, escuchase aquella música y mandase su vida a la mierda. Sus padres querían lo que deben querer todos los padres: un hijo sano, sensato y educado, un hijo al que le vaya, sino mejor que a ellos, al menos razonablemente bien. Para un punki de 16 años resulta un tanto difícil cumplir esos requisitos. Así que se fue.
Y un día volvió.
Y hoy yo me lo he encontrado mientras paseaba con mi perra por A Illa das Esculturas en Pontevedra. Para ser justos digamos que fue él quien me encontró a mí. Me vio mientras paseaba y me silbó de esa manera suya tan particular, apretando el labio inferior entre los dedos pulgar e índice. Mentiría si dijera que me sorprendió, pues Quino es un nómada impredecible con quien te puedes tropezar en los lugares y momentos más insospechados. Dejamos a nuestros perros jugando mientras le ofrecía un cigarrillo, que es la fórmula con que suelen dar comienzo nuestras conversaciones.
Quino y yo fuimos vecinos y compañeros de clase durante toda nuestra infancia y también en los primeros años de instituto. Hasta que se fue. Entonces se recorrió buena parte de España y Francia hasta llegar a la Ciudad libre de Christiania, Copenhague, una vieja comuna anarco-ecologista hoy reducida a poco más que un mercado de cannabinoides a cielo abierto. Allí convivió con personas provenientes de todos los lugares imaginables, aprendió varios idiomas, a realizar vistosas artesanías e instrumentos musicales a partir de materiales reciclados, y a fabricar mecanismos caseros para transformar el viento y el agua de lluvia en energía eléctrica. Aprendió a pasar hambre y frío. Aprendió a pedir limosna y a compartir lo poco que tenía. Se volvió al ver la proliferación de tiendas de suvenires y cafeterías que anunciaban la reconversión de la comuna en una suerte de centro turístico para la burguesía progre.
Cuando volvió seguimos tratándonos, pero él ya estaba en otra onda. Había viajado, había aprendido a buscarse la vida y a vivir de acuerdo a sus propios valores mientras yo seguía creyéndome muy contracultural por escuchar a La Polla Records tumbado en la cama. Entonces empecé a odiarle un poco o a envidiarle mucho. Era como mi Tyler Durden, ya saben, el alter ego de Jack en El Club de la lucha.
Siempre que me encuentro con él me sucede lo mismo: pienso que, de alguna manera, su vida tiene la coherencia que le falta a la mía. Quino sigue siendo el punki de siempre, sigue pensando que el mundo está escrito en un lenguaje equivocado, que el debate público está contaminado, sigue amando a las personas y despreciando a la sociedad porque, según él, permitimos que se libren guerras en nombre de la libertad o que se especule con el precio de los alimentos o se esclavice al tercer mundo o se esquilmen los recursos naturales invocando al progreso. Quino es punki porque es un pesimista y cree que todas las batallas frente al poder -las verdaderas- están perdidas de antemano. Quino es punki porque es un guerrero de la ironía dispuesto a celebrar hasta la última derrota. Quino es punki porque no puede ser otra cosa.
Siempre que hablo con él me entran ganas de escribir poemas a gritos.
Cuando vi que mi perra ya estaba bastante cansada, saqué un par de pitis para Quino, encendí uno para mí y nos despedimos.