Kabalcanty
Tren incesante (Parte 1)
Llegué a la estación antes de que amaneciera con una pequeña maleta con lo más esencial de mis enseres. Lo cierto es que no lo pensé mucho, me urgió la necesidad de largarme lo más lejos posible del lugar donde viví toda la vida y el tren me pareció el medio más rápido e inmediato. Estaba algo nervioso, resacoso también, y así debió notarse cuando, a la espera de que abriera la cafetería de la estación, daba paseos inquietos a lo largo de la fachada del local. ¿Fue necesario? Llegaba a mi mente telegrafiado desde una culpa que un par de horas antes la consideraba más que improbable.
Opté por Bilbao como la ciudad más distante y me dirigí al andén correspondiente. Lo achaqué a que era día de diario y hora temprana el que apenas hubiera una escasa docena de personas esperando subirse al tren, el cual aguardaba, oscuro todavía, en la Vía 5. Me fijé en que ahora todos los morros de los trenes son alargados, picudos, y aún me resultó más curioso las lunas tintadas que cobijarían al maquinista. Pensé en cómo las modas nos transforman la realidad haciéndola moderna y, a la vez, repetitiva.
Me acomodé en el asiento asignado deseando que nadie me importunara con su presencia cercana habida cuenta de la escasez de viajeros. Pero como no fue así, me cambié de asiento por mi cuenta, así arrancó la máquina, pensando en pretextar cualquier excusa cuando pasara el inevitable revisor. Necesitaba estar solo tal y como siempre lo había necesitado.
Ella se tambaleaba con el vaso medio lleno de whisky. Me reprochaba tan vehementemente mi falta de interés por encontrar un trabajo que el licor se derramaba del vaso y manchaba el parquet de forma ordinaria; ella calzaba unas deportivas viejas pisoteando el whisky en el espacio que le separaba de mí. Yo también estaba ebrio, aunque menos que ella, sin embargo se me hacía insoportable verla oscilar, enfangada en el mismo alcohol que le reblandecía la cabeza y chillándome enloquecida mientras me señalaba con un dedo temblón. ¡Era denigrante! ¡Asqueroso!
Comenzó a amenazarme, llegando a salpicarme de whisky la camisa de cuadros rojos y negros, una de mis preferidas, con poner el asunto de nuestra separación en manos de nuestro hijo mayor, que trabajaba de abogado en otra ciudad, porque ya no me soportaba más. Sentía su aliento fétido, ácido, como una bofetada en mi cara y sus amenazas, poniendo a nuestro hijo mayor como defensor sólo de sus cuitas exonerando mi paternidad como un mero accidente, comenzaron a llegarme a un orgullo que daba por finito. Otras veces me montó escenas parecidas pero esta, acaso porque el alcohol le pilló con el estómago vacío o porque su neurosis iba in crescendo con la edad, se me antojó excesiva e insoportablemente física: hubo un instante que hasta temí por mi vida.
La luz del amanecer me despertó paralizando mi pesadilla. Apenas había dormido unos minutos (todavía se veían los picachos de la sierra distantes e indefinidos por la corteza de la contaminación) pero los acontecimientos de la noche anterior viajaban conmigo aún en la inconsciencia. Escudriñé mi alrededor en el vagón y tan sólo una señora de edad madura, la que se instaló frente al que fue mi asiento, y un joven de barba larga, enganchado a unos auriculares y que agitaba levemente la cabeza al son de la música, ocupaban el espacio. "Mejor", me dije volviendo a arrellanarme en el asiento pegado a la ventanilla. Por nada del mundo deseaba una charla insustancial de viaje, lo cierto es que nunca me gustaron las conversaciones triviales.
¿Sería nuestro hijo mayor capaz de ir en contra mía? Me asaltó ese interrogante mientras consultaba en el móvil el nulo movimiento de llamadas. Siempre fui un parasito en la familia, sí, sin un empleo fijo y con caprichos caros para una economía familiar tan frágil (me gustaba comprarme libros, discos y ropa en tiendas de moda),sin embargo no me consideraba haber sido un padre tiránico y desinvolucrado de la educación de mis hijos. Me gustaba ir con ellos al parque y jugar a los videojuegos que más les apasionaban. Luego crecieron y se fueron de casa. Lo normal. ¿A qué venía la seguridad de ella en que nuestro hijo mayor se pondría de su lado? ¿No se emborrachaba ella lo mismo que yo? Incluso, pensé reafirmándome, sus melopeas eran mucho más pesadas que las mías. Yo bebía y hablaba de los rollos que me pasaban por la mente; ella no, desde luego que no, se le aflojaba la lengua y tan pronto abrazaba a nuestros hijos colmándoles a besos como la emprendía a golpes con todo lo que se ponía en su camino. Ni a ellos ni a mí nos tocaba, no, pero destrozaba muebles, platos o cristales en cuanto entraba en la fase neurótica de la curda. Su obsesión era, y así comenzaba el desenlace violento de su tajada, en que estaba más que harta de limpiar casas ("quitar mierda de los demás", literalmente; trabajaba en una empresa de limpiezas) ya que una mujer como ella no debería estar en ese escalafón social (estudió una Formación Profesional de grado superior, "Contabilidad y cálculo financiero", que gritaba por la ventana abierta o roto el cristal en pleno éxtasis de la cogorza). "Y todo porque te conocí y me casé contigo, maldita sea la hora", decía alocada, junto a la botella medio vacía de Doble V. Yo me metía en el servicio a leer o a escuchar música con los auriculares a toda pastilla y los niños se escondían debajo de la cama hasta que la tormenta terminaba que solía hacerlo cuando ella, hecha una figura vacilante y despeinada, se tiraba en el sillón a roncar como una marsopa.
Se interrumpió el viaje con una parada en un pueblecillo en las laderas de la sierra. La mujer que pude tener frente a mí se apeó meneandosu trasero con pereza. Miré al joven barbudo y nos cruzamos unos segundos la vista. Me saludó arqueando las cejas y sin dejar de seguir el ritmo a golpe de cabeza. Le sonreí fugaz y acto seguido acomodé mi pequeña maleta en la rejilla que había sobre mi cabeza.
El tren cogió de nuevo la marcha. A través de la ventanilla aprecié un día espléndido, invernal pero con un sol limpio y rutilante a media que nos alejábamos de la ciudad.
Saqué el libro de mi cazadora y me dispuse a leer. Necesitaba soledad y distracción, siempre necesité soledad y distracción. Quité el marcapáginas de la número ochenta y seis y seguí con "Los últimos días de Charles Baudelaire" de Bernard-Henri Lévy.